Por: Milton Villamizar Afanado/ Es joven, no alcanza los 40 años, se ha preparado en política, en la académica, en experiencia y con muchas ganas de liderar un país; tiene sueños, convicciones, una vida por delante…, hasta que un niño de 14 años le disparó a quemarropa.
En una celda, o quizá en una sala de retención para menores, está Andrés.
Catorce años, con su madre muerta y su padre luchando una guerra en Ucrania que no es la suya.
No es un monstruo, no es un demonio. Solo un joven que debió estar en el colegio o con sus padres, no en las calles con un arma en la mano. Ahora está encerrado, confundido, solo, enfrentado un sistema que no sabe muy bien qué hacer con él. ¿Castigarlo? ¿Rehabilitarlo? ¿Olvidarlo?
Mientras, los verdugos que no esperaban que sobreviviera escondiéndose, escabulléndose para que no los encuentre la justicia.
Dos escenas ocurren al mismo tiempo, la clínica y el calabozo.
El sufrimiento de la familia, esposa e hijo de Miguel mientras le toman la mano y le piden que no se rinda, otros imploramos al cielo con un país juntos, que sobreviva.
También el llanto silencioso y temeroso de Andrés y su familia, el dolor de un país, al ver cómo la infancia de ese muchacho y la infancia de Colombia, termina bajo barrotes y la juventud sin esperanza, sin que la dirigencia política y del estado les brinde reales oportunidades.
Un apellido torturado bajo el traqueteo de las balas; el otro bajo sospecha y en el escarnio de una sociedad, que dice que “la juventud es el futuro de la patria” pero no más, solo dice.
El país suele dividir a las personas entre buenos y malos. Pero lo que ocurrió aquí es mucho más desgarrador: dos jóvenes truncados. Uno víctima del odio, el otro instrumento del mismo. Uno con el cuerpo herido de muerte, el otro con el alma corrompida por el dinero fácil y la falta de oportunidades. Ambos atrapados en una historia que nunca debió escribirse así.
A Miguel lo destrozó una bala injusta, cobarde, mientras seguía el camino difícil de servir al país. A Andrés lo destrozaron años de abandono, indiferencia, tal vez pobreza, quizá miedo, hasta que un día alguien le puso un arma en la mano y lo convenció de que era un camino.
¿Qué clase de sociedad permite que sus jóvenes estén así? ¿Qué hemos hecho, como país, para llegar al punto en que un joven dispara y otro cae? ¿Qué hacemos para salvar a nuestra niñez y juventud?
Las familias de ambos viven un duelo. Aunque uno esté vivo y el otro también, los dos están fracturados. Hay dolor en ambas casas. Nadie gana aquí. Solo hay vacío, preguntas sin respuestas y un espejo que el país se niega a mirar; la juventud debería ser el lugar de los sueños, no el de las balas.
Pedimos al Dios del cielo, que permita que se levante Miguel, y que si Dios y la patria lo tienen para ser Presidente de Colombia, salve la juventud de la que él hace parte, esto nunca más puede ocurrir en nuestra amada Colombia.
Triste es tener que dejarles una patria tan desequilibrada y desigual a nuestros hijos, drama muy muy doloroso el que vive hoy Colombia.
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*Abogado, especialista en Derecho Administrativo, Derecho Contencioso; Contratación Estatal; Derecho Penal; Gerencia en Salud y Maestría en Derecho Administrativo.
(Esta es una columna de opinión personal y solo encierra el pensamiento del autor).