Por. Cirly Uribe Ochoa/ En las últimas décadas, en Colombia se ha venido imponiendo la moda de renombrar con palabras azucaradas, los fenómenos sociales que causan cierto escozor moral. Así el término población vulnerable se ha convertido en uno de estos eufemismos que esconde realidades de profunda inequidad social, pero sobre todo la incapacidad de la administración pública para resolverlas.
Aunque el concepto de vulnerabilidad tiene múltiples acepciones, en términos generales, denota fragilidad ante situaciones o condiciones que quebrantan nuestra dignidad o pone en peligro la vida, pero que además, rebasan la propia capacidad de respuesta eficaz para contrarrestarlas, por lo que se requiere del apoyo de otros para lograrlo. Esta fragilidad puede ser individual o colectiva, temporal o permanente.
Si bien los seres humanos somos vulnerables a diversos factores, la exclusión social y la pobreza, son dos de los que extreman las condiciones de vulnerabilidad.
Entonces, el que a las víctimas del conflicto armado, las mujeres, jóvenes, indígenas, campesinos, afrodescendientes, adultos mayores, personas con discapacidad o con orientación sexual diversa u otra característica o condición particular, no se les garantice iguales oportunidades para el acceso, control, permanencia y disfrute de los bienes simbólicos y materiales de la sociedad tales como valía social, cultura, educación, trabajo e ingresos dignos, tierra, vivienda, salud, ciencia y tecnología, sus condiciones de bienestar se verán afectados sustancialmente al grado de someterlos a situaciones de explotación, discriminación y pobreza, configurando profundas brechas sociales que en la actualidad, mantienen a Colombia como uno de los países más desiguales de América Latina, en el que además, si no se hacen cambios contundentes, una familia requerirá según la OCDE (2019). (Ver: 11 generaciones para salir de la pobreza).
En este orden de ideas, no es coherente pretender resolver problemas estructurales, con políticas asistencialistas. Las mujeres en situación de pobreza o de exclusión social, no lograrán autonomía económica y empoderamiento con cursillos de 40 horas de bisuterías o microcréditos, mucho menos si siguen siendo llamadas por los partidos políticos, para rellenar listas y cumplir formalmente con lo dispuesto en la normatividad, pero sin opciones reales de ser elegidas.
Tampoco los jóvenes tendrán futuro, si la oferta sigue siendo la construcción de cárceles de máxima seguridad y no su acceso y egreso exitoso de carreras profesionales, técnicas o tecnológicas y si además, no se crean fuentes de trabajo o de financiación para sus proyectos empresariales o científicos, pues en las bibliotecas de las universidades duermen el sueño de los justos, proyectos interesantes que solo necesitan apoyo del sector público o privado para convertirlos en fuentes de ingresos o de desarrollo científico para el país.
Igual pasa con las políticas públicas para el resto de poblaciones excluidas. Se requiere un diálogo abierto y horizontal con estos grupos poblacionales a través del cual, las intervenciones que se realicen correspondan a la dimensión de los problemas que se pretenden resolver, pero, además, estén en concordancia con sus cosmovisiones e intereses.
Asimismo, se hace necesario entender que, todo apoyo realizado por el Estado no es gratis, como tampoco regalos hechos por el gobernante o político de turno, sino que, corresponde al esfuerzo de todos los ciudadanos a través de los impuestos que pagamos, por lo cual, deben cumplir con los más altos estándares de calidad.
Solo así es posible romper las dependencias que crean las políticas públicas de corte asistencialistas con las cuales, por un lado los gobernantes solo administran la pobreza y por otro, convierte a las comunidades o grupos poblacionales en clientela electoral de quienes viven a expensas del Estado: políticos que junto a sus familias, llevan décadas en las instancias del poder.
Todo lo anterior es posible, solo cuando a las cárceles de máxima seguridad lleguen los delincuentes de cuello blanco; les sean aplicado la extinción de dominio a todos los bienes adquiridos con los dineros robados al erario público, incluyendo los que se hallen en poder de sus testaferros y estos recursos, sean utilizados para indemnizar a las comunidades que se hayan visto afectadas por obras fallidas o inversiones mal hechas.
Bueno, se vale soñar, quizás algún día esto ocurra… Cuando la mentalidad y práctica mafiosa instaurada en el quehacer político, deje de ser naturalizada por los ciudadanos y ciudadanas que eligen con el criterio de “que robe pero que haga algo”, es decir que, de entrada, saben que están eligiendo delincuentes.
PD: Tres días de duelo nacional, por quienes han muerto como consecuencia del mal manejo dado a la pandemia del Covid-19 y de quienes han sido asesinados, masacrados en esta vorágine de violencia que no cesa.
*Ciudadana, Magister en Historia y docente.