Por: Fray Andrés Julián Herrera Porras, O.P./ Existe una cierta nostalgia en los seres humanos por el camino recorrido, parece que todos extrañamos algo desde el momento en que salimos del vientre materno. Así no lo recordemos, todos extrañamos la protección que implicaba vivir dentro de mamá, alimentarse sin esfuerzo a través del cordón umbilical y no tener ningún contacto con el exterior.
Hace poco, se presentó ante mí un recuerdo muy extraño, una nostalgia para mis papilas gustativas, el sabor particular del maíz pela’o hecho arepa. Como bien lo dice el refrán popular “uno no sabe lo que tiene hasta que lo pierde” y en mi caso, que llevo cinco años viviendo fuera de tierra santa, santandereana, hoy se lo que perdí, la posibilidad de desayunar, almorzar y cenar con arepa amarilla.
En medio de esa añoranza empecé a compartir por Twitter, algunos mensajes sobre la arepa, sobre la de maíz pelado, porque, para mí, las demás no son arepas, las demás son pseudo arepas. La única, la protoarepa en términos de Platón es la arepa santandereana.
Ahora bien, de todo este diálogo, con algunos paisanos que respondieron a estas disertaciones sobre aquella que sirve para calmar “a mi papito que esta enoja’o”, surgió otro tema interesante, el tema de la seguridad alimentaria y del futuro del maíz. Un futuro que es incierto porque el pasado es mucho más claro en este caso.
Hace mucho tiempo, según el relato azteca, el dios Quetzalcóatl, por súplica de los indígenas hambrientos, les llevo el primer grano de maíz para que se saciarán; por su parte, los uitotos son hechos del maíz según la leyenda de Gitoma. Los colombianos somos de maíz; nuestros guanes, según relatan los cronistas, fueron también grandes cultivadores de esa “pepita de oro” y seguramente de allí viene nuestra añorada arepa, también nuestra bendita chicha y muchos otros alimentos.
Según algunos estudios, el maíz es fuente de fibra y rico en ácido fólico y otras vitaminas; bien lo sabían los españoles, que se lo llevaron a Europa en sus carabelas que iban llenas de oro, plata y de manera infaltable, maíz.
Aunque el maíz se extendió por el mundo y se ha convertido en el tercer cereal más cultivado, hoy parece que nosotros, los que somos hechos de maíz, hemos olvidado su importancia y preferimos importarlo que cultivarlo, en buena medida a causa de la estupidez colectiva que nos hace pensar que “lo mejor viene de afuera” sumado a la falta de astucia en las negociaciones que han doblegado a los campesinos, quienes ahora, tienen que competir con los grandes importadores que traen el maíz y otros productos de cultivos extranjeros realizados con subsidios estatales mientras que aquí, los campesinos abonan con sudor y lágrimas.
A todas estas me pregunto: ¿Cuánta chicha hará falta para sentarse a renegociar el TLC y otros tratados en busca de justicia para nuestros campesinos?
Mientras escribía estas líneas, escuchaba de voz de Luis Enrique Mejía Godoy: “Si nos quitan el pan, nos veremos en la obligación de sobrevivir como lo hicieron nuestros abuelos, con el maíz fermentado en la sangre de los héroes”. Melodías de un cantautor nicaragüense que no tenía idea que en el 2021 esta narración no tendría mucho sentido, al menos en Colombia, porque quizá no tengamos suficiente maíz para cumplir con la obligación a la que el refiere.
Y sigue Mejía: “Somos hijos del maíz, constructores de surcos y de sueños, y aunque somos un país pequeño ya contamos con más de mil inviernos…”
Nota: Según una encuesta realizada en mi cuenta de Twitter, el 52,6% de los encuestados prefiere acompañar su arepa con chorizos del Valle de San José, el 27.6% con café, el 14,5% con Kola Hipinto y el 5.3% con hormigas culonas.
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*Abogado. Estudiante de la licenciatura en Filosofía y Letras. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino
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