Por: Diego Ruiz Thorrens/ El pasado 09 de diciembre, Noticias Uno – la red independiente, publicó una nota donde aparece un joven de tan solo 17 años (en enero cumpliría 18) que tomó la trágica decisión de acabar con su vida, lanzando su cuerpo al vacío desde el puente de la novena de la ciudad de Bucaramanga. Por respeto a los lectores (y buscando no alimentar el morbo) no compartiré el link del vídeo donde se observa al joven arrojarse del puente. Tampoco mencionaré su nombre (¿para qué hacerlo?). Principalmente, no lo haré por respeto a sus padres, familiares y todas aquellas personas que pudieron conocerlo. No quiero pensar o imaginar el dolor que en este momento deben sentir sus familiares y todos aquellos que tristemente se enteraron de la muerte gracias a la nota que se encuentra en el portal del Canal.
Con el presente artículo busco resaltar un problema que persiste entre nosotros, no sólo entendido desde el suicidio, sino desde la problemática misma en salud mental y sus devastadoras consecuencias que actualmente afectan a muchos de nuestros jóvenes, problemas que como sociedad buscamos evitar mencionar pero que en la piel de los jóvenes puede traducirse en un sentimiento de desesperanza, de vacío o de pérdida y que a muchos les acompaña acercándoles al ideario de la muerte, sumergiéndoles en la oscuridad e imposibilitándoles ver de manera clara qué es aquello que les acongoja, enfrentar el dolor y realizar los duelos que fuesen necesarios por hacer.
En la ciudad de Bucaramanga (y en varios municipios del departamento de Santander) las acciones que abordan la salud mental y emocional de niños, niñas, adolescentes y jóvenes adultos son pocas (por no decir son nulas), impidiendo avisar eventos que pueden ser prevenibles. Es decir, la falta de interés institucional y los contados programas en salud mental imposibilitan que se realicen intervenciones y acciones de prevención que a su vez permitan la identificación y transformación de potenciales peligros, muchos de estos, que día a día atrapan a más jóvenes, algunos con cargas emocionales imposibles de sopesar.
En últimos años, el escenario de salud mental en niños, niñas, adolescentes y jóvenes adultos ha venido empeorando, imposibilitando dimensionar la verdadera gravedad y extensión del problema. A lo anterior, se suma el arribo de una pandemia que exacerbó muchos problemas en salud mental en decenas de jóvenes, problemas que solo hasta ahora comenzamos a dilucidar.
En nuestro departamento, por alguna absurda razón, hablar sobre salud mental y salud emocional en poblaciones de niños, niñas, adolescentes y jóvenes adultos sigue siendo un tabú. Este tabú propulsa la creación de barreras que impiden la atención apropiada (en algunos casos de emergencia), sumergiendo a los menores en la retórica del “sálvese quien pueda” o de “si usted no se salva, nadie lo hará por usted”.
El suceso acontecido en el puente de la novena, reportado posteriormente en varios medios de comunicación (ninguno local o departamental) es sólo la punta del iceberg de una problemática con raíces mucho más profundas y que debería obligarnos a ser más vigilantes y a revisar qué estamos haciendo por nuestros jóvenes, evaluando en qué estamos fallando como sociedad. A observar, desde todas y cada una de las aristas y dimensiones humanas, en qué está fracasando la educación que se imparten los jóvenes, cuáles son las carencias y las barreras que persisten y que impiden a muchos jóvenes expresarse y manifestar lo que sienten.
Es necesario recordar que la salud mental aborda en sí muchísimos temas, desde la depresión más leve, pasando por el autoaislamiento, los cambios de conducta hasta la autoflagelación. En mis años trabajando con jóvenes he podido entender que cada niño, cada adolescente, cada joven adulto, es un vasto cosmos que con los años y la experiencia de vida se va expandiendo y llenando de nuevos universos, donde cada sentimiento puede llegar a ser un planeta con una propia dinámica, dinámica que no siempre es positiva.
Solo me queda desear con toda la mayor firmeza que para el momento que identifiquemos a un joven que necesite ayuda, estemos prestos y presentes para socorrerle, sin realizar ni lanzar juicios a priori, entendiendo que cada joven tiene su propia voz y su manera de relatar lo que le sucede.
Aprendamos a escucharles incluso cuando ellos nos están hablando, prestando atención a las posibles señales que requieran de nuestra atención. Sobre todo, entendamos que cuando la oscuridad se posa sobre sus mentes, también puede nublarles el criterio y las emociones, desintegrando la totalidad del ser.
Y… antes de finalizar, quisiera manifestar y expresar mi más firme repudio por la mención que el mismo medio (y posteriormente, otros medios de comunicación) realizó sobre este terrible suceso, catalogándolo como resultado de una crisis “pasional”. ¿Pasional? Por favor. Ya es hora que dejemos de romantizar la muerte “por amor”.
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*Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y Gestión de la Transición del Posconflicto de la Escuela Superior de Administración Pública – ESAP Seccional Santander.
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