Por: Laura María Jaimes Muñoz/ En Colombia, como en el resto del mundo, la defensa de los recursos públicos es más un acto de voluntad que de normatividad. En nuestro país existen suficientes normas y protocolos para evitar que los funcionarios le metan la mano al presupuesto, a pesar de lo cual todos los días son denunciados actos de corrupción en alcaldías, gobernaciones y otros organismos del estado.
El problema es tan grave, que algunas personas han llegado a considerar que Colombia es un país intrínsecamente corrupto y que nunca será posible resolver este problema, porque “la corrupción está en la sangre” de los habitantes del país.
Eso no es verdad. Ninguna sociedad es esencialmente corrupta. Lo que sí existe es un ambiente cultural que propicia los actos de corrupción, por muchas razones: por ejemplo, porque secretamente—y a veces no tanto—los autores de actos de corrupción, de saqueos al erario u otros delitos, son admirados por ciudadanos que llegan hasta elevarlos a la categoría de héroes. Recordemos el caso de Pablo Escobar, en cuya tumba suelen hacer presencia numerosas personas todos los años, para pedirle ayuda como si se trata de un dios.
Una sociedad tiene que estar profundamente trastornada para rendir tributo de admiración a los delincuentes que se apoderan de recursos del Banco de la República, como sucedió hace algunos años, o que incurren en apropiación indebida de fondos públicos para convertirlos en objeto de ostentación (como recientemente sucedió en el sur del país). En el fondo de este sentimiento popular parece existir una reacción contra los organismos del poder público, que son vistos como enemigos del ciudadano. De modo que robar una institución pública no luce, a la luz de muchas personas, como un delito sino como una merecida labor de desquite por los abusos que estos suelen cometer contra la gente.
En octubre próximo, los ciudadanos van a tener la oportunidad de enfrentar este problema de la corrupción de la manera más rápida y efectiva posible: con la elección, para los cargos públicos—como gobernadores, diputados, alcaldes y concejales—de personas sin antecedentes en cuanto abusos de poder—es más, con hojas de vida diáfanas—que entiendan la urgencia de poner “coto” a la corrupción. Se lograrse ese propósito, el país comenzaría un nuevo año, un nuevo período de gobierno y una nueva era que favorecería el saneamiento de una sociedad que suele votar como respuesta a señuelos sembrados por los corruptos, cuyo propósito fundamental es llenar sus bolsillos con el dinero de todos.
El caso de Santander, los retos serán grandes en la mayoría de los municipios, que presentan problemas de corrupción en mayor o menor grado, pero, principalmente, en la gobernación del departamento y la alcaldía de Bucaramanga que deberían dar ejemplo de cumplimiento de las normas que buscan la transparencia administrativa y de voluntad para nombrar funcionarios capaces de ejercer controles internos y promover la vigilancia de los recursos públicos por parte de los ciudadanos.
“Las oportunidades no se pierden las aprovecha otro” Bucaramanga se encuentra al acecho, ya que los “grandes” políticos saben que perder la próxima alcaldía los “desaparecería”; es por ello que es importante continuar con la política de no corrupción pero ejecutando el presupuesto anual municipal donde el alcalde que logré gerenciar y administrar los recursos públicos, que entienda el principio de dirigir, de liderar, de organizar y proyectar la ciudad con oportunidades para todos ¡Qué ejecute!
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