Por: César Mauricio Olaya/ El pasado fin de semana estuve por Barrancabermeja y muchas cosas encontré sin cambios notables. Las mismas avenidas que en la década de los noventa se construyeron durante la administración del padre Jaime Barba, un centro comercial que hoy es el primer gran atractivo de la ciudad, el río bastante afectado por el verano que le roba sus aguas por esta época, un parque infantil remodelado, las panaderías Sonia y Euskadi que son un símbolo de todos los tiempos, la refinería que cada día se ve más vieja y pide a gritos su modernización y de paso hacia El Llanito, la locomotora que nos recuerda tanto el nombre de la avenida del Ferrocarril, como la relación con la estación que está a su costado y de la cual solo queda un vetusto edificio, seguramente rondado por los fantasmas de una gran época donde el tren era el primer medio de transporte de la región.
Ya en camino hacia el Corregimiento del Llanito, llega el segundo encuentro del día. A un costado de la vía, exactamente donde ésta corta el paso de la carrilera del tren al que hacíamos referencia y que en sus épocas doradas, cubría la ruta hacia Puerto Wilches y de ahí en conexión directa hacia Santa Martha, veo a una anciana mujer que a duras pena puede con la pesada carga de sus más de 90 años, pero que por la infamia que asola a la vejez desamparada, hoy la veo en un oficio pesado como el que más, en procura de buscar que la caridad de los transeúntes se revierta en unas monedas que le permitan hacerse a su mínimo sustento de supervivencia.
Detengo mi camino, me apeo e inicio una cacería primero de observación y posterior al saludo y ganarme medianamente su confianza, a obturar una y otra vez mi cámara, buscando congelar estos instantes que nos hacen un vacío de angustia en el corazón. Para entonces ya sé que se llama Anita, como le gusta que la llamen, que vive sola en un rancho ubicado a unos cien metros del sitio donde sortea la piedad de los voluntarios que pasan a su lado y que tras preguntarle ociosamente sobre el tren, me responde que ella y el tren son uno solo, “nací acá cerca, en un sitio llamado Pénjamo. Mi padre era pescador, pero con la llegada del tren, empezó a trabajar con la ferroviaria y fue uno de los que ayudó a tirar la carrilera. Por eso le digo que yo nací con el tren y lo vi llegar por primera vez. Aunque no trabajé con la compañía, allí trabajaba el que fue mi marido y por eso le puedo decir que conozco toda su historia, desde los tiempos bonitos de su esplendor cuando por acá pasaban más de doce líneas durante el día, desde los de carga, hasta el autoferro que era el de pasajeros”.
A esta altura Doña Anita no ha parado un instante de moverse de un lado a otro, lentamente se agacha una y otra vez, con una escobilla elaborada de matorrales va acumulando gravilla y arena que luego recoge con la ayuda de una totuma, va llenando el balde que ahora arrastra con dificultad, pues solo lo alza para evacuar su contenido, tapando cualquier hondonada de la vía, que es la forma como consigue que cualquier conductor le brinde un par de monedas por el “mantenimiento” hecho a la destrozada vía.
Le pregunto por sus hijos o su familia, por el trajín tan duro que le toca. Me mira casi con burla, a pesar de que sus cansados ojos hablan por ella y a tajo de voz expone su respuesta, – “Estas manos se hicieron para trabajar, siempre he trabajado y trabajaré para ganarme la comida. Eso de esperar que a uno lo atiendan no es lo mío, a mí me han propuesto llevarme a un asilo, pero eso es peor que estar en la cárcel; con que me ayuden de vez en cuando para mantener el ranchito en pie, me doy por bien servida. No nací para ser reina y todo lo mío es bien ganado”-.
Vuelvo a tocar el tema del tren y le pregunto si todavía pasa algún tren por esa carrilera y me confirma que ya solo pasa La Gasolina. Le pregunto extrañado por su respuesta y con certeza me responde que en unos minutos pasa y que ahí sabré la respuesta. (Diez minutos después, una pequeña locomotora integrada a un único vagón y alimentada por gasolina, surge de la nada y pasa raudo con rumbo a su último destino, el Corregimiento de Puente Sogamoso).
El ferrocarril en Colombia llegó temprano, de hecho, apenas diez años que el primero de ellos circulara por las carrileras de Inglaterra, el gobierno nacional ya había autorizado la construcción de la red férrea entre los cantones de Portobello y Panamá, obras que terminaron hacia 1855.
En Santander el ferrocarril alcanzó su mayor nivel de desarrollo en la década de los 70´s, alcanzando a movilizar casi 60 mil pasajeros al mes, en distintas rutas que incluso dieron lugar al nacimiento de municipios, como sucedió con el caso de Puerto Parra. En 1992 el último de los trenes apagó sus humeantes calderas y al igual que el caso de Doña Anita, aplicando el dicho popular, a su tiempo los dejó el tren.
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