Por: Édgar Mauricio Ferez Santander/ El ataque a Miguel Uribe Turbay, senador, precandidato presidencial, y figura visible de la oposición, no fue una agresión cualquiera. Fue un disparo directo a la democracia. ¿Cuántos líderes más tendrán que caer, cuántas alertas más ignoraremos, antes de aceptar que el país está girando peligrosamente hacia formas de violencia política que ya creíamos superadas? La bala que atravesó su cabeza no solo hirió a un hombre; nos hirió a todos.
No se trata únicamente del acto —cobarde, brutal, y presuntamente ejecutado por un menor de edad— sino de la atmósfera que lo permitió: polarización extrema, desconfianza institucional, un Estado que recorta esquemas de seguridad sin justificación clara, y un país donde la violencia sigue siendo una forma de silenciar la disidencia.
Como si no bastara, el lunes nos despertamos con imágenes de explosiones, columnas de humo y muertos en Cauca y Valle del Cauca. Más de 20 atentados, coordinados, meticulosos, simbólicos. Las disidencias de las FARC se atribuyen la acción. ¿El mensaje? Estamos vivos, seguimos armados y tenemos control territorial.
Esto no es solamente un desafío a la fuerza pública. Es una advertencia al país: los grupos armados han aprendido a jugar con la política, con la geografía, con los vacíos del Estado. Y lo hacen mientras desde el poder central se juega una guerra narrativa donde lo que importa no es lo que pasa, sino quién lo cuenta.
Los atentados y el intento de asesinato deberían generar una respuesta unificada, clara y contundente por parte del gobierno nacional. Pero lo que encontramos, en cambio, es titubeo, contradicción y una preocupante tendencia a relativizar los hechos. El ministro del Interior prefiere hablar de “hechos aislados”; otros apuntan a una “crisis de percepción”. Como si las bombas no mataran si no las ves por televisión.
Este no es un momento para la ambigüedad. La democracia colombiana está siendo probada. Y no basta con sobrevivir a cada ataque; debemos demostrar que aprendimos de nuestra historia. Porque si permitimos que las balas sigan definiendo el rumbo del país, entonces la Colombia de los años noventa no será solo un recuerdo: será un espejo.
Lo que está en juego no es solo la seguridad de un político o de una región: es la posibilidad misma de tener una conversación democrática sin miedo. Es la idea de que se puede disentir sin morir. Y esa, tristemente, sigue siendo una promesa incumplida.
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*Historiador, Magíster de la Universidad de Murcia y Candidato a doctor en estudios migratorios Universidad de Granada-España.