Por: César Mauricio Olaya/ Por estos días, dos acontecimientos delictivos hacen parte del día a día de las noticias de un país, donde la violencia asoma, va y viene con tanta presteza y normalidad, que casi se puede decir, hace parte de nuestra cruel cotidianidad.
Se trata por un lado, del asesinato de la ex sargento de la policía chilena Ilse Ojeda por cuenta de su compañero sentimental, el santandereano Juan Valderrama, qué en una novela de conquista, engaños, timos y decenas de capítulos dignos de una novela rosa con final de novela negra, tienen hoy conmocionados y con urgentes noticias sobre el castigo que merezca el criminal o los criminales que participaron en este doloroso hecho.
El otro hecho bastante promocionado por las noticias, es el del aleve crimen contra el desmovilizado de las Farc, Dilmar Torres, por cuenta de un grupo de soldados pertenecientes a la Fuerza de Despliegue Vulcano del Ejército Nacional en zona del Catumbo, Norte de Santander.
Dos hechos separados en motivos, pero cercanos en qué en ambos casos, los autores actuaron con plena consciencia de sus actos y en que sus reacciones, revelan la miserable condición humana cuando el sentido y el respeto por la vida se han perdido y la consciencia de los imputados pareciera estar en un plano no terrenal, pues en ninguno de los casos, se proyecta la menor reacción de arrepentimiento o sentimiento de culpa tras lo ejecutado.
En el primero de los casos, todo apunta a que el móvil del crimen era la posibilidad de hacerse a un dinero producto de la liquidación por retiro voluntario entregado a la ex sargento Ojeda, quien había pedido la baja a la institución austral, bajo el encantamiento y las promesas de un nuevo mundo de amor, con el que su joven pareja la había ilusionado, en dos años de una relación a la usanza del gigolo vividor que conquista a una timada mujer mayor y tras el disfraz del romance, se da sus mañas para de manera articulada ir estructurando todo un plan direccionado a un final bien planeado.
En el caso que implicó tortura, violación y asesinato del desmovilizado, hay suficiente tela de donde cortar por cualquiera de las partes donde se quiera echar tijera. Un primer tijeretazo por ejemplo, nos pondría en la escena ciento de veces repetida a nivel de la institución militar y que ha sido mal nombrada como falso positivo (reporte de baja enemiga en combate), pero que en la cruda realidad, no es otra cosa que una ejecución de un individuo, en un país donde constitucionalmente no existe la pena capital.
Si al hecho donde por una causa en proceso de ser investigado y ojalá revelado, se le suma que al “buen muerto” como lo podría llamar el ex presidente Uribe dueño de tan execrable concepto, además se le torturó, violó y castró, estaríamos ante una escena dantesca que no admite consideración distinta a la de brutalidad, pero que en concepto del bonachón Ministro de Defensa, se trató de un ¨accidente tras un forcejeo¨ o en peor explicación, “si hubo un homicidio, ha tenido que haber una motivación”.
Ambos hechos absolutamente despreciables y merecedores del mayor de los castigos, lo que evidencian es la imagen real de un país enfermo o mejor cabría decir, de un país en estado terminal, donde todo esfuerzo que se haga en procura de alcanzar un gran acuerdo nacional alrededor del fin de la violencia, de la guerra, de la muerte como principio rector; termina chocándose inevitablemente con una pared de grandes dimensiones, muy difícil de sortear, pues está cementada en la psiquis de miles de ciudadanos que perdieron toda la dimensión por el respeto a la vida, por el reconocimiento del derecho ajeno, por el amor al prójimo y por la moral.
Verle la cara sin el menor signo de angustia y dolor de Juan Valderrama, describiendo los últimos momentos que asegura compartió con su amada, que además había traído a nuestro país engatusada por la ilusión de construir una nueva vida, nos muestra la radiografía de la desvergüenza, de la hipocresía y de un criminal pervertido.
Ver la cara del cabo del ejército enfrentando a la comunidad que le reclama por su líder, que en ese momento sospechan haya sido asesinado, diciendo con pasmosa tranquilidad, ¨nosotros para que iríamos a detener a ese ciudadano¨, definitivamente da miedo y no porque en ella se revele una mirada criminal, sino todo lo contrario, porque en ella no hay el menor asomo de responsabilidad.
Igual sentimiento se percibe cuando el país se detiene a escuchar a los padres de la patria en sus debates en pro de buscar la manera de tumbar los acuerdos de paz, disfrazando en sus razones, la intención de que tantas verdades ocultas nunca lleguen a la luz y que, para su bienestar e interés de sus bolsillos, las masacres sigan traduciendo lo que para ellos realmente tiene sentido: Más acres.
En off de record: Homenaje de reconocimiento al señor general Diego Luis Villegas, comandante del Grupo de despliegue rápido Fuerza Vulcano, qué con entereza y dignidad, reclama a sus hombres por el crimen cometido y pide perdón a la comunidad por lo hecho. Eso tiene un solo nombre: Honor militar.
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