Por: Erika Bayona López/ El pasado 7 de abril de 2025, abordé un bus doble cabina de la empresa Copetran S.A., en la ruta Bucaramanga–Medellín, programado para la 1:30 a.m. Este tipo de bus, ofrecido como servicio “premium” y con rutas exclusivas, sugiere comodidad, cumplimiento y, sobre todo, seguridad. Lo que vivimos esa noche fue, sin exagerar, todo lo contrario: un viaje que pudo terminar en tragedia.
Apenas iniciamos el trayecto, un ruido fuerte, intermitente y metálico, similar a una matraca, se hizo evidente desde el sistema neumático. Se trataba de una falla en la válvula de aire, parte esencial del sistema de frenos. Pasajeros que venían desde Cúcuta ya lo habían advertido en el terminal de Bucaramanga. Aun así, el conductor —a quien varios le preguntamos directamente— se limitó a decir, de forma grosera y evasiva, que “eso no era nada grave”. Acto seguido, arrancó el bus.
Lo alarmante es que una falla en esta válvula afecta la presión del sistema de frenos. En un país con carreteras como la vía Bucaramanga–Medellín, con curvas cerradas y pendientes pronunciadas, la pérdida de presión en los frenos puede significar un accidente fatal. Fue por esta razón que decidimos no continuar con el viaje. Y no fuimos los únicos: varios pasajeros más tomaron la misma decisión. Pero lo verdaderamente preocupante es que el bus siguió en ruta por varios minutos, sin que la empresa hiciera nada, ignorando no solo los reportes anteriores, sino el riesgo inminente.
Tras muchas llamadas a la central, el conductor detuvo el bus a un costado de la vía cerca de Lebrija. Lo que siguió fue aún más indignante: nos dejó esperando más de dos horas en la oscuridad, sin una solución, sin seguridad, sin atención. El conductor insistía en que él mismo iba a arreglar la falla —como si fuera mecánico—, algo ilógico y peligroso. Ningún técnico acudió al sitio. Nadie de la empresa dio respuesta. Solo el silencio y el frío de la madrugada como respuesta al abandono.
Dentro del bus, varias cucarachas se observaban en los respaldos de los asientos, especialmente en las sillas 4, 5 y 6. Una escena repugnante que solo se explica por una razón: a estos buses no se les hace aseo. No hay control de higiene ni protocolos mínimos. Todo esto dentro de un vehículo vendido como “lujoso” y “exclusivo”.
Finalmente, nos tocó regresar al terminal por nuestros propios medios y asumir los costos derivados: transporte, alimentación y, en nuestro caso, tiquetes aéreos de última hora, ya que teníamos compromisos laborales que no podían postergarse. Todo esto por la falta de gestión y respuesta de una empresa que no ofreció ni una disculpa ni una alternativa viable.
Lo más preocupante es la actitud de Copetran: ni una explicación, ni una llamada, ni una disculpa formal. Nada. A la empresa no le importó cómo resolvimos, ni si llegábamos a destino. Responder con el reembolso del pasaje no es suficiente cuando se pone en riesgo la seguridad de las personas.
Muchas veces uno decide pagar más por este tipo de servicios, creyendo que la inversión trae consigo un estándar más alto de responsabilidad y comodidad. Lo mínimo que se espera de un bus “premium” es que esté en condiciones óptimas, con mantenimiento al día y atención oportuna ante cualquier eventualidad. Sin embargo, en este caso, la experiencia fue tan precaria que, honestamente, terminó siendo más frustrante que un viaje en flotas más modestas. Esto no lo digo para descalificar estos otros servicios, que muchas veces operan con esfuerzo, responsabilidad y el respeto que sí se espera del transporte público; lo menciono porque se evidencia que el precio no siempre garantiza calidad.
La comparación con otros países deja claro cuánto nos falta. En Alemania o Japón, un bus con esa falla habría sido detenido de inmediato. En Perú, empresas como Cruz del Sur no solo garantizan vehículos en condiciones óptimas, sino que cuentan con atención al usuario en tiempo real. En Chile, plataformas como RedBus permiten calificar el servicio de manera pública, generando presión real por mejorar. Aquí, en cambio, parece que la norma es aguantar, callar, normalizar.
Y no, no debemos normalizar. Es importante quejarse. Es necesario hablar. Muchos usuarios prefieren dejar pasar estas situaciones por cansancio o porque “igual no pasa nada”. Pero esa resignación es parte del problema. Denunciar, dejar constancia, visibilizar, escribir columnas como esta: todo suma. Porque si no lo hacemos, las empresas seguirán funcionando con la misma lógica peligrosa de siempre.
Nos merecemos transporte público terrestre seguro, limpio y digno. No un servicio que juega con la vida de sus usuarios mientras cobra tarifas que no se reflejan en la experiencia.
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*Business Data Analyst – IT & Logistics / MBA & Máster en Project Management. Auditor interno BASC. Administradora de Negocios Internacionales y Especialista en Mercadeo Internacional de la Universidad Pontificia Bolivariana.
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