Por: Óscar Prada/ El divorcio unilateral, prácticamente es una realidad; solo resta la etapa de conciliación y posterior sanción presidencial, para que sea ley de la república. Esta nueva posibilidad, consiste en la sola manifestación de alguno de los cónyuges de disolver el matrimonio, como razón suficiente para solicitar el divorcio ante la justicia.
La ley actual estipula ocho causales por las cuales el divorcio contencioso podría solicitarse ante un juez. Las causas alegadas, deben probarse dentro del proceso para que la disolución matrimonial prospere.
Algunas causas para solicitar el divorcio ante un juez son: el maltrato físico y emocional, la violencia económica, el alcoholismo de uno de los cónyuges, las infidelidades, o la falta de convivencia mayor a dos años. En pocas palabras; comprobar alguna de las anteriores, es abrir heridas de algo que no vale la pena revivir; si de todas formas, el vínculo está irremediablemente roto.
¿Pero qué sucede cuando las personas deseaban divorciarse de inmediato por un posible maltrato físico o infidelidad difícil de comprobar? De no acreditarse lo anterior en el proceso, el juez deniega el divorcio; sin importar que uno de los cónyuges quisiera acabar su matrimonio de inmediato.
Solo le restaba al promotor del divorcio vencido, esperar más de dos años de no convivir con su cónyuge, o comprobar un nuevo agravio, para iniciar un proceso que extinga su matrimonio por dicha causal. Lapso de tiempo suficiente para que se presentaran diversos tipos de violencia intrafamiliar y de género, con el pretexto de la existencia del matrimonio.
Es decir, si alguno de los consortes solamente deseaba divorciarse, porque no quiere continuar su vida con esa persona, no era razón legalmente valedera. Paradójicamente, le era más fácil, cometer una de las conductas en mención, para que la persona agraviada pudiere solicitar el divorcio por una “justa causa” ante un juez, o bien disolver el matrimonio de común acuerdo.
Aclarando que el solo hecho de separarse y no convivir bajo el mismo techo; no termina por sí solo el vínculo matrimonial. Muchas personas que lo hacen, viven bajo la creencia errada de estar plenamente divorciados, cuando en realidad siguen casados.
Todo tiene un por qué; y pese a estar consagrado el divorcio en el Código Civil colombiano desde el año de 1887; dicha figura era inoperante. Únicamente podían acceder al mismo, quienes solamente hubieran celebrado matrimonio civil.
En ese orden de ideas, los creyentes católicos (que eran la mayoría en esa época) tenían prohibido por su propia fe casarse civilmente. Para hacerlo debían “apostasíar” su fe. Es decir, tenían que realizar un repudio público de sus creencias religiosas para acceder al matrimonio civil; lo cual era una afrenta para la iglesia y la sociedad de la época.
Es por ello que solo desde la expedición de la Ley 25 del 17 de diciembre de 1992, el divorcio como lo conocemos hoy, es efectivo en Colombia. Apenas cumplirá 32 años de operancia.
Abordándolo a nuestros días; quizás las prácticas de antaño promovieron la infelicidad, la supresión de las libertades, la frustración personal y violencia intrafamiliar, como cotidianas al matrimonio.
El aguantar la cruz para conservar el matrimonio a toda costa, es la resulta que deja la connotación sacramental de dicha institución; sin importar la pérdida del amor y la voluntad de compartir la propia vida con otra persona.
Bajo ese parámetro, la Constitución colombiana indica que el matrimonio nace por la decisión libre de dos personas. Es ilógico que la voluntad de la pareja sea limitada por el mismo vínculo matrimonial que surgió de una decisión libre. El compartir la vida con otra persona es voluntario; mas no obligatorio.
Si el vínculo fuese más importante, el solo deber socavaría la dignidad de las personas, su autodeterminación y libertades propias. Carece de sentido, que la rigidez de un contrato matrimonial petrifique las relaciones interpersonales que son de naturaleza cambiante.
Obligarse a compartir la propia vida con alguien que no se quiere; es incentivar una estela de insatisfacción en las nuevas generaciones. Es el escenario perfecto para perpetuar una sociedad emocionalmente fracturada.
De allí que los colombianos estén habituados a darle normalidad a las relaciones nocivas entre parejas. En consecuencia, el divorcio lejos de ser un exterminador de las familias; contrariamente ha sido la solución para que la sociedad pueda formar vínculos emocionales más sanos.
La facultad de divorciarse cuando uno de los consortes no desea continuar, parece lógica. Insólito es que, en lo corrido del presente siglo, no cabía esa posibilidad en Colombia. Lo importante es la felicidad de las personas. Basta ya, del querer por obligación.
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*Estudiante de Derecho
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