Por: Luis Carlos Heredia Ordoñez/ Este año hemos visto cómo las olas de calor han azotado regiones de manera inédita. En Europa, ciudades acostumbradas a climas templados enfrentan temperaturas propias de un desierto. En Asia, millones de personas han tenido que refugiarse bajo un calor asfixiante que amenaza sus vidas y economías. Y en América Latina, fenómenos como sequías prolongadas y cambios drásticos en los patrones de lluvias están afectando cultivos, ecosistemas y comunidades vulnerables.
El calor extremo no solo nos incomoda; es un destructor silencioso. Agrava problemas de salud pública, incrementa el riesgo de incendios forestales y compromete la seguridad alimentaria y energética. Según datos recientes, el 2024 podría ser uno de los años más cálidos jamás registrados, y las consecuencias no se limitan al termómetro: la biodiversidad y los recursos naturales están al borde del colapso.
La pregunta es, ¿qué hacemos con esta información? ¿Seguimos viendo cómo el termostato planetario sube, mientras las decisiones reales se postergan? Las grandes potencias y las industrias tienen una responsabilidad monumental, pero los ciudadanos también jugamos un papel. Cambiar hábitos, exigir políticas ambientales serias y apoyar iniciativas de mitigación son pasos básicos que ya no podemos esquivar.
El calor de 2024 es, quizás, la advertencia más clara de que el tiempo se agota. Cada grado que aumente significa vidas perdidas, ecosistemas destruidos y un futuro más incierto para las generaciones venideras. No podemos permitirnos que este año pase a la historia como el punto de no retorno. Es el momento de actuar con decisión y valentía, porque el planeta, como nosotros, no puede soportar más.
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*Tecnólogo ambiental, ingeniero ambiental.
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