Por: Juan David Almeyda Sarmiento/ Con lo ocurrido ahora en Venezuela, el actual contexto de conflicto interno por parte del oficialismo de Maduro contra la política de insurrección de Guaidó, ha llegado a confundirse y a volverse muy ambiguo el uso de un concepto que, para la historia de Venezuela, y quizá para la de la misma Colombia, ha sido fundamental: el de revolución.
Así, con todo lo que ocurre en el vecino país, este concepto se ha convertido en un estandarte para justificar todo tipo de actos en un pueblo que, en realidad, solamente busca prosperidad para sus familias y conciudadanos.
No es de extrañar la ausencia de claridad en lo que corresponde a este término; la lógica económica y política que ahora mismo se ubica sobre América Latina, esa que no permite pensar en clave de diferencia o desde la marginalidad de los oprimidos o segregados sociales, ha logrado desacreditar el sentido que tiene para un pueblo una revolución.
Por esta razón, existe una decepción alrededor de lo que refiere a la izquierda Latinoamérica, y con ello una caída de lo que es la esperanza que viene con la revolución, debido a la manera en que los regímenes políticos que siguieron a dichas revoluciones perdieron su rumbo en algún punto de la lucha por permanecer en el poder.
En búsqueda de precisión, recurro a una autora que se dedicó su vida al estudio del pensamiento político: Hannah Arendt. Para esta autora alemana, el trabajo sobre la revolución no es una mera insurrección o revuelta dentro de las sociedades que han perdido la libertad pública; antes bien, la revolución es una convicción común que se piensa como un nuevo comienzo político, sin embargo, la dimensión política de las revoluciones es una figura que suele perderse una vez se ha logrado un triunfo.
Este momento, que ocurre de forma imprevista en la historia y que fracciona la disposición cotidiana de los días, es marcado por tres conceptos que la atraviesan y que definen lo que es propiamente el espíritu revolucionario: acontecimiento, ruptura e inicio. La revolución, es el nacimiento de una realidad completamente nueva, no la simple restauración de un estado de cosas anterior a la política contra la que se levanta la convicción popular.
La búsqueda de la libertad, esa que es el principal factor sobre el que se piensa toda existencia política, es la espina dorsal del espíritu revolucionario, el cual no puede alejarse de un cambio de gobierno y de una simultánea participación ciudadana.
El problema, una vez se instaura este nuevo inicio que es la revolución por definición, es la lucha por mantener el aire de novedad que posee dicho concepto, en comparación con el régimen anterior, y la estabilidad y durabilidad que deben ser características de todo gobierno que se instaure en una sociedad; el uno no puede existir sin el otro, de lo contrario una revolución únicamente puede estar condenada a caer en el totalitarismo, esa figura uniforme donde las libertades políticas son eliminadas y la pluralidad del ser humano es forzada a unificarse en aras de un interés común, la fragilidad es una cualidad que nunca se desliga de los procesos revolucionarios, puesto que fácilmente la nueva realidad política puede caer en la anticuada figura del Antiguo Régimen que acaba de suceder.
Es bajo este marco de ideas, que fácilmente se puede hacer un diagnóstico al vecino país y determinar que el oficialismo de Maduro hace ya tiempo que perdió el espíritu revolucionario, esa nueva realidad política que se interesaba en el bien común, para tomar una dirección de interés meramente en la durabilidad de su propio régimen. Además, fácilmente se puede decir que por este motivo sus ciudadanos renuncian al lugar que poseen dentro de su propia sociedad y escapan hacia el resto de Latinoamérica en busca de mejores oportunidades tanto para su vida privada como para su vida pública, y que lo que se requiere es una nueva revolución que una al pueblo hacia un nuevo rumbo político, por lo tanto, el lugar de Guaidó en la política tendría una justificación.
No obstante, Arendt también diría que este tipo de formulaciones no pueden ser pensadas como algo más que una simple insurrección. No es posible que un hombre lidere una revolución por sí mismo, no existen figuras mesiánicas en la revolución y el espíritu que se encarna al momento de generarse esta ruptura de una realidad política hacia algo nuevo es una fuerza popular y una convicción de toda una comunidad.
La revolución, y por ende el revolucionario, está construyendo las bases de una libertad política, un lugar donde todos los seres humanos en su pluralidad puedan aparecer, que será la guía para todos los demás. La herencia del nuevo inicio que viene con los procesos revolucionarios es la libertad; si esta última no puede garantizarse realmente, no se está pensando en clave de revolución, sino en clave de restauración.
La encrucijada que presenta el pueblo venezolano es una situación que requiere pensar las posibilidades infinitas que trae consigo el actuar humano, los actos de todos aportan a la configuración de un nuevo comienzo en la realidad política del país; sin embargo, la idea de encontrar en ambas figuras mesiánicas una solución, sería no una decisión mediada por la libertad y la pluralidad de los hombres, sino un acto influido por la necesidad.
La revolución, trae consigo la fragilidad, la volatilidad y la imposibilidad de anticipación que caracteriza los actos humanos; no obstante, también contiene en su ejecución la posibilidad humana de reinventar el futuro.
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