Por: Diego Ruiz Thorrens/ Perder a un amigo/a, a un familiar o a un ser querido debido a una enfermedad ruinosa o catastrófica, es quizá la mayor y más dolorosa experiencia que alguna vez llegaremos a vivir. La sensación de vacío al perder un ser querido es sumamente difícil de describir, más cuando, en vida, llegamos a un alto nivel de conexión con el/la otro/a, logrando sentir su dolor y padecimiento. Perder a un ser querido hace parte de la vida misma, experiencia que tarde o temprano debe impulsarnos a seguir adelante, llevando siempre los recuerdos y el sentir por aquella persona que tuvo que partir.
Cuando la muerte, de forma repentina, asesta su más duro golpe (por enfermedad o por accidente), buscamos, casi siempre, el consuelo pensando que al menos nuestro ser querido no padeció, no sufrió, y esto nos brinda, de alguna manera, algo de paz y de tranquilidad. Algo de resiliencia. En la pérdida o muerte de un ser querido vemos con claridad la señal que nos recuerda cuán vulnerables somos y cuán pequeña es nuestra existencia en este vasto universo. Se extraña a quien no está porque se ama, porque sentimos, y por esta razón es normal sentir egoísmo, o rabia, o impotencia, al perder en él, en ella, en elle, una parte que también consideramos como nuestra.
Pero, cuando la muerte llega a causa de la violencia o la intolerancia, mostrando su más oscuro y monstruoso rostro, y observamos que el agresor, el victimario, buscó infligir la mayor cantidad de dolor posible ante su víctima, ese vacío, esa sensación de pérdida, se transforma en el más denso, profundo y abrumador sentimiento, algo que es difícil de sopesar. Cuando ese ser a quién le arrebatan la vida es un amigo/a, un familiar, un ser querido o alguien muy cercano a nosotros/as, no solo arrebatan su humanidad, sino que también nos la arrebatan a nosotras y nosotros mismos, dejándonos sumergidos en el desasosiego y en la más intensa y profunda de las frustraciones.
Ese fue exactamente el sentimiento que tuve con el vil asesinato de “Andrea Rozo La Leona”. La Leona fue una lideresa social, cabeza de procesos en pro del bienestar de la comunidad LGBTIQ de la ciudad de Bucaramanga. Ella, La Leona, nuestra Leona, no solo fue una mujer trans, también fue una guerrera, una mujer valiente, serena, sabia y siempre presta al servicio comunitario, y al acompañamiento social que buscó mejorar la calidad de vida de otras compañeras y mujeres trans, mujeres que con el pasar de los años y la intensidad de la vida, encontraron en La Leona no sólo a una Mujer con un inconmensurable corazón sino a un ser de luz que más tarde que temprano se convirtió en invaluable soporte social.
La vida de La Leona, al igual que la experiencia de vida de muchas mujeres trans en el mundo, no fue nada fácil. Su vida estuvo cargada de innumerables obstáculos y de continuos sucesos marcados por la violencia (ella fue víctima del conflicto armado, sobreviviente de agresión sexual, resiliente de la más cruel exclusión social), violencia que no se apartó posterior a su vil y cruento asesinato. El pasado jueves 10 de marzo en horas de la noche, cuando muchos recibimos la más difícil de las noticias que se puedan esperar, el levantamiento de su cuerpo fue sujeto de burlas en redes sociales, acompañados de decenas de comentarios infinitamente desacertados y vulgares de internautas anónimos, de cobardes que destilan su odio ocultando su rostro detrás de un monitor o un celular.
Su muerte y despedida tampoco estuvo exenta de la violencia institucional, esa misma que en vez de cumplir con el ejemplo del gran Maestro, prefiere juzgar y señalar a quién, según su dictamen, nunca podrán entrar al reino de los cielos. El beneplácito familiar ante este horrible suceso de violencia (discursos homofóbicos y transfóbicos durante la misa de velación), y mientras que amigas y seres queridos para a la Leona le despedían y buscaban consuelo por la pérdida, es otra muestra que, en infinitas ocasiones, la familia consanguínea, esa misma que ve a estas mujeres crecer, se convierten en potenciadores, fomentadores, de la misma violencia social.
Hoy quiero recordar a La Leona, soñando en que, dónde quiera que ella se encuentre en estos momentos, estará bien, tranquila, segura, alejada de los peligros que se adhieren como sombras de las vidas de las mujeres y hombres de las poblaciones trans. También, quiero recordarla reafirmando un compromiso social que deberíamos tener todos los/las/les activistas LGBTIQ+ por la defensa de una población que, a pesar de haber adquirido un mayor reconocimiento en derechos, la violencia continúa descargando su ira con mayor ímpetu. Estas deben ser acciones de liderazgo que nazcan de la voluntad y no del protagonismo o del interés (cualquiera que sea este).
No podemos continuar permitiendo que el miedo, o la ignorancia, o la violencia social validen la anulación y el aniquilamiento de las vidas de las mujeres trans. Por esta razón, quedan pendientes dos importantes acciones, deudas que debemos resarcirle a la Leona: una real y verdadera inclusión social de personas de las poblaciones LGBTIQ+, especialmente de las mujeres trans (aquí cabemos todos), y una investigación que tenga como fin cumplir con justicia, a partir del uso de herramientas que reconozcan el enfoque de género. Porque a la persona que asesinaron, a quien robaron su vida, fue una mujer, mujer quien para muchos/as/es de nosotros fue una amiga, una hermana. Fue parte de nuestra familia.
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*Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y Gestión de la Transición del Posconflicto de la escuela Superior de administración Pública – ESAP Seccional Santander.
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