Por: Diego Ruiz Thorrens/ Son las 3 a.m. y no concilio el sueño. Me asomo a la ventana. La brisa y el sepulcral silencio de las calles son momentáneamente interrumpidas con el paso de algún vehículo. Escucho maullidos de gatos. En la distancia, algunas casas y apartamentos mantienen sus luces encendidas.
Curiosamente, no son pocas. Presumo, pertenecen a ese no minúsculo grupo de personas que, igual que yo, tampoco conciliaron el sueño. O quizá, pertenecen a ese grupo de ciudadanos que hasta hace poco reconocimos e identificamos como vitales para la sociedad (personal de aseo, de salud, de mensajería, de alimentos entre otros) y que en el silencio de la madrugada inician con el ritual que será repetido día tras día durante la cuarentena, ayudándonos a soportar el confinamiento en casa. Al menos, de aquellos que tenemos un techo dónde dormir.
No logro atrapar el sueño. Debería dormir. Sí, a pesar de la cuarentena, también hago parte de la pequeña línea de personas pertenecientes al sector social/comunitario que tienen un compromiso por cumplir y que no podemos parar. Nadie me paga por lo que hago, pero soy consciente de mi gestión: ayudo a personas, en casos muy específicos, con compromisos de salud. Hago gestión, lo que llaman comúnmente como lobby.
En un nuevo intento, aterrizo mi cabeza en la almohada, y con cada tentativa busco casi con desespero suprimir algún recuerdo del día anterior, aunque siempre el tiro me salga por la culata: por cada memoria que deseo suprimir brotan mil recuerdos más, algunos sobre acciones, actitudes o decires de la gente que no logro entender.
Me asomo una vez más a la ventana y observo en la distancia a un viejo que comienza a revisar las bolsas de basura que fueron depositadas en el separador de la avenida. Trato de observar cada movimiento, cada gesto. Es muy difícil ver su rostro pero sé que es alguien bastante mayor. Debe tener algo más de 70 años, por la expresión encorvada de su cuerpo y de su caminar parsimonioso. Me pregunto qué hará a tan tarde (¿o temprana?) hora del día.
A diferencia de algunos habitantes de calle el viejo no destroza las bolsas que con paciencia comienza a requisar. Hay algo que me inquieta en el viejo, en sus ademanes y en su manera como pacientemente realiza su labor. Observo algo. Comienzo a sentir un punzante dolor en el pecho, en el corazón, que puede ser igual a la distancia y los metros que me separan de aquel señor: el viejo está buscando comida.
Días atrás leí que decenas de cientos de personas en Santander y el país salieron a manifestar su descontento contra el gobierno nacional y su carente acción, coordinación, torpezas y tropiezos en la ya tardía entrega de apoyos y alimentos. El gobierno del presidente Duque, siempre paternalista, prometió asistencia a las poblaciones más vulnerables y con el contentillo de la asistencia también comenzaron las denuncias de soterradas acciones provenientes de sectores políticos cercanos al gobierno y los enlaces de cooperación nacionales.
Van más de 3 semanas de confinamiento y el aislamiento, que por salubridad y esfuerzo nos impuso el coronavirus, logró exponernos como una sociedad con inequidad, con (algunos) mezquinos sectores políticos que sin ningún tipo de reparo prefieren ver hospitales sobresaturados con tal que no caiga la producción, y con un gobierno nacional incapaz de lograr sintonía con sus ciudadanos a quienes (dice) está “gobernando”. Así, “gobernando”, entre comillas. Sino que lo diga el presidente Duque y su desatino al afirmar que un panadero podría ganar alrededor de 2 millones de pesos mensuales.
Pero volvamos al viejo. Durante su parsimoniosa búsqueda no pude evitar pensar en él y en las demás personas que tienen como techo el infinito cielo. Personas que viven y sienten el calor del día y la inclemencia del frío nocturno. Seres invisibles que transitan las calles y las avenidas y a las que el COVID – 19 puede representar un completo desastre. Personas que no existen en los registros de las Alcaldías, de las Gobernaciones. Almas a las que rehuimos cada vez que nos tropezamos con ellos, sin importar la hora del día.
Sigo pensando en el viejo, y al igual que él, pienso en los migrantes que están literalmente varados en nuestra ciudad sin posibilidad de acceder a un apoyo porque su único delito fue cruzar la frontera por trochas sin hacer firmar su pasaporte buscando un mejor futuro, pero que ahora van por calles y cuadras, gritando a los gigantes de cemento, las residencias familiares, por una colaboración, un plato, algo que comer.
Pienso en las trabajadoras sexuales transgénero y cisgénero de lugares como la plaza de mercado y alrededores, de los parques, mujeres y hombres que tienen responsabilidades en casa, con sus esposos, sus parejas, sus hijos o sus nietos y que no tienen forma de generar dinero. Muchos, muchas, arriesgándose al comparendo y a la violencia policial a fin de llevar comida a la mesa. Pienso en los niños, en las mujeres y hombres informales, en el vendedor ambulante, en el chancero que camina toda la ciudad vendiendo sus chances, y en las poblaciones que no saben el significado de la palabra derechos, escarnecidas, marginada al contundente olvido.
Sigo pensando en el viejo, en su mendicidad y maldigo a todos aquellos políticos que, en medio de la crisis, sin ningún pudor ni temor a lo más sagrado, la Vida, se mofan de los ciudadanos, inflando precios de los supuestos apoyos asistencialistas que deberán ser entregados, ladrones que saben que con o sin Covid–19, “algunas mañas siempre serán difíciles de erradicar”.
Definitivamente no podré dormir. Decido levantarme. Haré café y le llevaré un pocillo al viejo con algo de tostadas. Espero alcanzarlo. Espero preguntarle cuál es su nombre.
*Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y Gestión de la transición del posconflicto de la Escuela Superior de Administración Pública.
Twitter: @Diego10T