Por: Manuel Fernando Silva Tarazona/ Cuando el humo blanco salió de la Capilla Sixtina el 13 de marzo de 2013, el mundo esperaba otro Papa tradicional, alguien que siguiera el libreto de siglos pasados. Pero lo que llegó fue una sorpresa vestida de blanco, con acento argentino y mirada de barrio. Jorge Mario Bergoglio, jesuita, austero, directo, se convertía en el primer Papa latinoamericano, el primero jesuita, y el primero en llamarse Francisco. Desde ese día, el Vaticano ya no sería el mismo.
¿Quién fue Francisco?
Nacido en Buenos Aires en 1936, hijo de inmigrantes italianos, Francisco —entonces Jorge— vivió la fe desde lo cotidiano. No creció entre privilegios, sino entre la gente. Fue portero de discoteca, laboratorista químico, maestro, sacerdote, y luego arzobispo de Buenos Aires. Lo suyo siempre fue la iglesia de la calle, la que camina con los pobres, no la que se esconde tras muros dorados.
Y eso, justamente, fue lo que lo llevó a Roma. No era el favorito del Vaticano, ni mucho menos de los sectores más conservadores de la Iglesia. Pero en medio de una crisis moral, de abusos encubiertos, escándalos financieros y una Iglesia desconectada de su gente, eligieron al hombre que podía decir las verdades sin miedo y sin corbata.
Un Papa contra el poder interno
Desde su llegada, Francisco dejó claro que no venía a ser una figura decorativa. Se enfrentó de frente con los sectores más tradicionales del Vaticano.
Reformó la curia, esa élite vaticana acostumbrada a los privilegios y al poder absoluto. Redujo cargos, denunció la corrupción interna y pidió una Iglesia «menos papista y más cristiana».
Condenó el lujo dentro de la propia Iglesia: «No podemos hablar de pobreza con un anillo de oro y un coche de lujo.» Y él lo demostró con hechos. Cambió el palacio apostólico por una residencia sencilla, rechazó limusinas y prefirió un Renault viejo para moverse.
Habló de temas tabú: homosexualidad, divorcio, aborto, cambio climático, migración, capitalismo desmedido. Todo lo que la Iglesia había evitado tocar, él lo puso sobre la mesa. No para juzgar, sino para conversar.
Francisco no es un Papa de frases sueltas, es un hombre con una agenda clara: reconciliar a la Iglesia con el mundo real.
Francisco y su política del amor con los pies en la tierra
Aunque nunca se ha metido de lleno en la política partidista, Francisco ha sido profundamente político en el mejor sentido de la palabra: se ha metido en los problemas reales del mundo.
Cambio climático: En su encíclica Laudato si’, dejó claro que la crisis ambiental es un pecado moderno. No solo habló de salvar el planeta, sino de proteger a los pobres que más sufren sus efectos.
Migración: Se convirtió en la voz de millones de desplazados. Denunció las fronteras cerradas, los muros, el egoísmo de los países ricos y la indiferencia global.
No estamos viviendo una crisis migratoria, estamos viviendo una crisis de humanidad
Pobreza y desigualdad: Siempre ha insistido en que el sistema económico actual «mata». No se trata solo de generar riqueza, sino de cómo se reparte, cómo se vive y a quiénes deja atrás.
Guerra y violencia: Ha alzado la voz en cada conflicto, desde Siria hasta Ucrania, pasando por Palestina, África, y los olvidados de América Latina. Para Francisco, la paz no es un ideal ingenuo, es un deber moral.
Y en medio de todo esto, nunca se olvidó de los jóvenes. Siempre les habló sin superioridad, sin moralismos vacíos, invitándolos a «hacer lío», a incomodar, a luchar por un mundo más justo.
Lo que representa Francisco hoy
Francisco representa lo que muchos creían que ya no existía: una autoridad espiritual cercana, que escucha, que se equivoca y que pide perdón.
No es perfecto. Ha tenido críticas, especialmente por la lentitud al enfrentar ciertos abusos dentro de la Iglesia. Pero a diferencia de otros, no ha escondido los errores. Los ha puesto en el centro del debate.
Mientras el mundo se polariza entre extremos, mientras las religiones se usan como herramientas de odio, Francisco ha sido un puente. Ha dialogado con musulmanes, judíos, agnósticos, ateos. Ha preferido construir que imponer.
Y lo más poderoso: nunca ha dejado de predicar con el ejemplo. Vive lo que predica.
¿Qué legado deja?
Francisco ha logrado que muchos vuelvan a mirar la Iglesia sin miedo. Ha devuelto la esperanza a comunidades olvidadas y ha recordado que la espiritualidad no tiene que ver con dogmas rígidos, sino con empatía, justicia y amor por el prójimo.
Para Uruguay, Colombia, Argentina, Palestina o Italia… para creyentes y no creyentes, su figura representa una idea universal: la fe no tiene valor si no va acompañada de acción.
Y aunque muchos quieran que el Papa sea solo un símbolo religioso, Francisco ha demostrado que el poder espiritual también puede ser revolucionario.
En tiempos donde el mundo se derrumba por dentro, donde el consumismo vacía a las personas, donde la tecnología nos conecta pero no nos escucha, su voz sigue siendo un llamado a volver a lo humano.
Porque como él mismo dijo alguna vez:
¿De qué sirve iluminar una catedral si hay personas que no tienen con qué encender la estufa?
Esa es la pregunta que, gracias a Francisco, la Iglesia —y ojalá todos— estamos obligados a responder.
…
*Estudiante
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