Sentir el placer de ocupar un pupitre rodeado de estudiantes con expectativas de aprender, como él, fue el gusto que se dio el empresario Benjamín Flórez, ya grande. Se graduó de la Facultad de Ciencias Económicas en la Universidad Santo Tomás a la edad en que otros miran el almanaque para ver cuántas semanas le quedan para pensionarse.
Si por pensionarse fuera, Benjamín ya lo habría hecho puesto que lleva 57 años de trabajo, es decir 2964 semanas, y tiene 66 años, cuando lo normal es 1300 semanas y 62 años.
Comenzó a trabajar en Santa Cruz de la Colina, poblado aspirante a municipio, que hace parte de Rionegro. Padece alergia a la picadura de araña, pese a que su primer trabajo fue el de apicultor.
Tenía nueve años y todos los fines de semana salía a la plaza de su terruño a venderle la miel a la gente que subía de Bucaramanga. Y la compraban, dijo.
Quiso liderar una banda bien organizada para robar cucas, pero al verse descubierto, su padre le cortó su currículo criminal con una muenda que todavía le duele. “Mi papá me cortó las alas para emprender”, dijo.
Apenas soltó el tetero organizó un grupo parquero para limpiar la hierba que salía entre los adoquines de las calles. “La gente nos apoyaba y compartíamos con los amiguitos las ganancias”, recordó.
El papá era peluquero además de constructor de viviendas de paredes de tapia pisada, mientras la mamá gerenciaba un restaurante. “La plata no alcanzaba y con mi trabajo ayudaba en la casa”, dijo en diálogo con Corrillos!.
Domiciliario experto en medicinas
Sin cumplir la docena de años Benjamín y su familia se radicaron en Bucaramanga. Su amor por la bicicleta le sirvió para de inmediato ocuparse como el Rappi de la época. “Era el domiciliario entre los depósitos de drogas y las droguerías y de allí a las casas”.
Ese trabajo empezó a llenar su cabeza de medicinas, en el buen sentido de la palabra, para sus ocupaciones posteriores. Con ayuda de un guardián de la cárcel, él y su hermano lograron un cupo en el Colegio Santander.
Pero el pedaleo a diario, bajo altas temperaturas, mermaba las energías y Benjamín a la tercera hora de clase cerraba ojitos. Cansado de ver que ni trabajaba ni estudiaba, abandonó los estudios.
La experiencia en las droguerías ya le permitió conseguir un trabajo de cardes, algo así como saber la existencia de medicina que había o cuándo traer del depósito. Todos los nombres de los remedios estaban grabados en su cabeza gracias a su experiencia laboral.
Ya mayor se presentó a J Glotman, la mayor comercializadora de muebles y electrodomésticos en el país. Los ejecutivos de ventas al verlo con su pinta a lo Elvis Presley, de grandes patillas, pantalón bota campana y camisa de cuello orejas de elefante, apenas le daban palmaditas en la espalda, sin despedirlo pero sin solucionarle.
Un ángel se apareció en el camino y le mostró la vía de hablar con el Gerente sin intermediarios. Ya las patillas y los cuellos fueron mermados. Tenía otro ver cuando se presentó a la Gerencia.
El relato al gerente Reinaldo de su experiencia laboral como apicultor, cardes de droguería y sobre todo el amor por el ciclismo le abrieron el mundo de las ventas con mayor músculo.

Solo conocía de bicicletas
Pero desconocía lo que era una lavadora, una nevera o un televisor. Solo sabía de bicicletas y se especializó en venta de monaretas. Al lado de esos vehículos de pedal empezó a vender salas y comedores. “Ese primer mes me gané el título del mejor vendedor”.
Seis años después y sin soltar a J Glotman, comenzó un restaurante. La esposa se encargaba del negocio. Benjamín madrugaba a la plaza y con canasto al hombro llegaba con el mercado. Los colegas vendedores se burlaban del hombre del canasto. “Y –dijo- hoy todavía están en el mismo oficio con su maletín de vendedor. No evolucionaron”.
Benjamín luego de siete años renunció a J Glotman y se dedicó a su negocio del restaurante. En el segundo piso había salón de baile. El negocio marchó a la perfección.
Con recursos propios tomó un edificio en arriendo en la calle 31 con carrera 15 y montó su primer hotel. Invirtió unos buenos pesos para acondicionarlo. Sin conocer del tema olvidó el entorno del lugar y la verdad sus habitaciones permanecían vacías.
Quebrado y obligado a vender el carro y el apartamento, buscó un local para montar una cafetería. Además se asoció con un hermano en el restaurante La Brasa.
Un sueño llamado Asturias
Un día pasó por la carrera 22 y observó que en la esquina suroriental con calle 35 vendían una casa antigua. Llamó al teléfono que estaba en el aviso y cuadró cita. El negocio no tardó en hacerse, con plazos favorables de pago. De igual forma adquirió a buen precio los muebles de la casa.
Comenzó las labores de limpieza con el pensamiento en la cabeza de tumbar y hacer un asadero de carne al aire libre. Un día, ya cuando el sitio tenía una nueva cara, pasaron unos funcionarios del Agustín Codazzi y le alabaron el lugar.
Basado en la primera quiebra, Benjamín en lo último que pensaba era en dedicarse a la hotelería. Pero con la casa esquinera de la calle 35 con carrera 22 en óptimas condiciones de presentación, la solicitud de habitaciones no se hizo esperar.
El hotel cogió fama, pero le faltaba el nombre a gusto del propietario. El año en que el presidente de la República, Belisario Betancur, ganó el Premio Príncipe de Asturias todo el mundo hablaba del Asturias de Betancur.
Sin mayores estudios de marketing, con apenas unos años de colegio, y eso en la duermevela, Benjamín le encontró nombre: Hotel Asturias. Y le pegó. Hoy existe y hay allí además una pizzería del mismo nombre. Que gusta.
Al frente del Hotel Asturias, en la esquina nororiental, en la misma calle 35 con carrera 22, había un espacio en el cual Benjamín veía en sueños entrar a parquear los carros de los huéspedes del Hotel Asturias.
Pero se demoró y Alberto Quintero le ganó de mano en la compra. Buscó financiamiento y encaró al propietario hasta lograr la posesión del lugar. No fue barato, pero cumplió su objetivo.
Empezó a construir un hotel de ocho pisos, pero cuando iba en el séptimo nivel se acabó la plata y hasta allí llegó. Lo nombró el Hotel Ciudad Bonita.
Tuvo años en que el negocio hotelero fue bueno, pero con la construcción de un hotel en cada esquina de Bucaramanga la demanda disminuyó y pasó épocas de vacas flacas.
Las hijas le alientan la renovación
Razones hay de más para exaltarlo como un hombre que hace empresa y genera empleo. Tiene 66 años y no le duele una muela, monta bicicleta tres veces por semana.
Viaja a diferentes países cuando puede y trae novedades culinarias para agregarle valor a su servicio. Saluda a todo el que llega y sigue con su característica sencillez, sin olvidar que un día le tocó cargar el canasto, pese a las burlas de sus colegas vendedores.
Hoy tiene más de cien empleados gracias a que no para en su renovación. Casado y con tres hijas mujeres, los negocios siguieron en progreso.
Una de las hijas sugirió el cambio del restaurante del Hotel y se inventaron lo que parece una franquicia, pese a que es “Made In Santander”: Restaurante Doña Petrona.
Hoy don Benjamín Flórez es un aliado estratégico para el Grupo Informativo Corrillos y es un empresario que invierte en su Santander. ¡Honores! más que merecidos.
