Por: César Mauricio Olaya/ Entre las nebulosas de una memoria que se resiste a correr el velo que separa el presente del ayer, me encuentro hoy mirando la ciudad perdida, la ciudad que se fue, en la que viví de niño, en la que me hice adolescente, donde aprendí y me formé, donde corrí, jugué, me enamoré, triunfé y también perdí, donde compartí con amigos y compañeros de colegio y universidad, la ciudad de las chicharras (cigarras le llamará el poeta), la de los árboles plagados de “bomberitos” y donde todavía se cogían hormigas culonas cuando llegaban las lluvias de abril.
Memorias de esa ciudad que nos hacía agua la boca tan solo al evocar la mestiza Trillos con Kola Hipinto, el dulce de breva y las génovas, la cuca y el brazo de reina. Donde jugábamos banquitas, quemados, la lleva y las escondidas. En la que de adolescentes nos bailábamos las minitecas, echábamos unas amarillas en las tabernas de nombres chistosos como el Toro Sentado o le apostábamos a una rumba sabrosa en El Pulpo. Para otros que buscaban satisfacciones del cuerpo, claro que existía la ciudad de los prostíbulos famosos como Edilka, La Montañita y La Hormiga. Y por supuesto, siempre el buen comer de nuestra afamada gastronomía criolla, representada en restaurantes como el Mateo, Brasilia, La Carrera, El Tony o el Mesón de los Búcaros.
Esa ciudad con cara de pueblo que tenía sus propios locos famosos como Satélite, Mimimota, Pajitas, Cachitas, Mamatoco y la Cucaracha. Marujita el primer homosexual abierto y declarado en la ciudad. Donde se vendía el periódico con el retrato del difunto, se hacían declaraciones de amor vía la voz romántica de Edgar Serrano o del gran disc jockey Carlos Quiroga y sus ingeniosos programas para enamorados y desenamorados.
Una ciudad que consumía libros en las bibliotecas Alegría de Leer y Tres Culturas, pero también donde se consumían libros entre el fuego, atizados por la pasión oscura de un Torquemeda criollo, hijo del mejor galletero que ha tenido el oriente colombiano con sus galletas Aurora.
Esa ciudad que tuvo tantos nombres motivos de orgullo, que como la quisieran identificar henchía el alma: la ciudad más amable de Colombia, la Ciudad Bonita, la Ciudad de los Parques y hasta una más reciente, la Ciudad de la Alegría.
En esa ciudad creció una generación que hizo su primaria en liceos, el bachillerato en colegios de tradición, las mujeres en la Presentación, Las Pachas, La Merced, La Normal y las Bethlemitas, mientras lo hombres lo hacían en La Salle, El San Pedro, el Virrey Solís y unos pocos en la Academia Militar. Dos universidades le valían suficiente, la UIS y la Unab y en general, no les iba mal a aquellos que solo tuvieran su bachillerato por título.
La ciudad que se movilizaba a pie o en cualquiera de las rutas que alimentaban los barrios y que todos identificaban con mucha facilidad en virtud de los avisos visibles localizados en el panorámico, Carrera 27, Álvarez Restrepo, La Joya, Unidos, Terrazas, Morro, Reposo y Estadio.
Ciudad de plazas de mercado de obligada presencia para las mamás como la central, La Guarín, La Concordia y San Francisco. Una ciudad de misas de gallo y visita de monumentos, pesebres móviles y curas que todos conocían.
A esta altura con certeza que cada lector ya estará más que situado y habrá identificado que en efecto, esa ciudad perdida de la que hablamos es Bucaramanga, nuestra ciudad terruño y la que por distintas causas, dejó hace varios años de ser esa ciudad que describimos con amplitud al adentrarnos entre los anaqueles de nuestra memoria.
Este sábado se cierra uno de sus lugares que fueron parte de nuestra identidad urbana y que junto a los que a renglón seguido citaré, hicieron parte de decenas de capítulos de remembranzas y miles de encuentros con fin o sin fin. Le decimos adiós a Magará, el mejor bebedero de cerveza culo de foca de toda la ciudad, la tienda que nunca modernizó su mobiliario y en donde nunca se invirtió en un equipo de sonido porque allí se iba era a conversar.
Con este gigante de todas las emociones, se cierra el ciclo de pares lugares que hicieron de nuestros tiempos, la ciudad que construimos en nuestros corazones y que evocamos con la mirada puesta en el infinito de nuestra memoria. Recordamos la tienda de onces Bolarquí en inmediaciones del Parque Turbay. La Pamplonesa de obligada visita al salir del teatro Santander o unos años después de los cinemas del centro. Las dulcerías Celis, Las Navas y Las Uribe, todas identificadas por los apellidos de sus dueñas en pleno centro de la ciudad. El punto de mil romances en el segundo piso del Tupac de la 48. El Rancho, la primera hamburguesería y venta de cerveza de barril en la creciente Cabecera. E imposible dejar por fuera la esquina sabrosa de Nataly donde nos citábamos con la noviecita de turno en las vespertinas al salir de colegio.
La ciudad de nuestros hijos es hoy una ciudad sin nombres, sin pertenencia, sin dolientes, una ciudad al capricho de la planeación del político de turno que se haga elegir alcalde y en su cargo, se sienta con ínfulas de emperador. Una ciudad caótica, de gentes sin nombre, de apellidos de todos los orientes, de edificios maqueta que se multiplican desordenadamente, una ciudad violentada por la delincuencia alentada por una justificación expresa en la sin razón, de estéticas agresivas, de ruido y smog, un espacio en el que nos movemos y sobre vivimos, pero que no llega a ser más que una ciudad perdida.
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