Por: Holger Díaz Hernández/ Navidad es sinónimo de alegría y regocijo, es la época del año donde más evocamos nuestra niñez y adolescencia, el placer de recordar los momentos felices que vivimos con nuestras familias, la hechura del pesebre, el compartir con los hermanos, los primos, los amigos, las vacaciones en los pueblos, las velitas, el nacimiento del niño Dios, los regalos, el estreno de la ropa, los globos de papel, los paseos de olla, el año nuevo con sus carrancios y la llegada de los Reyes Magos que marcan el epílogo de estas fechas; las más felices para casi todos nosotros.
Todo esto se repite cada año y los cambios han sido relativamente pocos, hemos mejorado nuestra actitud de respeto al medio ambiente y ya no cortamos los árboles para hacer el «chamizo», ni recogemos el musgo para hacer el pesebre, la tecnología nos ha ayudado en forma importante desde hace algunas décadas, los pinos artificiales, las figuras en cerámica, los alumbrados inteligentes han permitido que hoy se deprede mucho menos la naturaleza; pero aún así continuamos con una costumbre que viene desde su invención por parte de los chinos hace ya miles de años, la del uso de la pólvora.
La pólvora ha alegrado el espíritu de casi todas las culturas en el mundo a lo largo de la historia, para una gran mayoría la Navidad sin pólvora sería una Navidad triste, los totes, las martinicas, los buscaniguas, las piedras chinas, los aviones, las matasuegras y los famosos «voladores» o cohetones son sinónimo indefactible de estas fiestas decembrinas y «echar» pólvora hace parte de nuestra impronta, casi que está en nuestros genes.
Seguramente muchos de nosotros rememoramos con nostalgia esas épocas y recordamos que nunca nos pasó nada pero cada vez que repasamos las estadísticas del número de quemados por pólvora navideña nos encontramos ante una gran tragedia que no sólo lesiona el cuerpo sino también el alma de que quienes sufren estas lesiones, que se convierten en víctimas junto a sus familias y que llevarán huellas imborrables durante toda su vida.
Más grave aún es que un buen porcentaje de los afectados son los niños, entre el 2010 y el 2017 en Colombia se registraron 7.142 personas quemadas con pólvora, sólo en el último año 223 menores de edad se quemaron, a pesar de las restricciones de la venta en espacios públicos, de la prohibición de la comercialización a menores de edad y de las implicaciones judiciales que hoy asumen los padres o adultos responsables, los casos siguen ocurriendo, en los primeros diez días de diciembre de este año ya son 167 quemados de los cuales 75 son niños.
Las implicaciones económicas son inmensas para el sistema de salud, se calcula que cada quemado cuesta aproximadamente 10 millones de pesos, las lesiones van desde quemaduras simples a contusiones, laceraciones, amputación de dedos o miembros, perdida de la visión, hospitalización en unidades de quemados, en fin, afectaciones que quedarán por toda la vida, cuando no terminan en la muerte. Sin contar lo que implica la rehabilitación, las cirugías reconstructivas, el dolor y el sufrimiento por largo tiempo, la pérdida de la capacidad laboral y los posibles daños a la propiedad que con frecuencia ocurren.
Además de los grandes riesgos que implica para el medio ambiente, para los animales especialmente las mascotas que sufren por los gases tóxicos que se desprenden y por el ruido al que son sometidos, sumado que a raíz de la restricción de fabricación y venta de la pólvora en algunas ciudades del país aparecen empresas clandestinas en las cuales trabajan en condiciones infrahumanas muchas personas que se exponen a sustancias que afectan su salud y su vida.
Todo esto tiene que llevar a asumir la decisión política de prohibir de manera definitiva el uso de la pólvora en mano de los ciudadanos comunes y corrientes y autorizarla sólo en los espectáculos pirotécnicos realizados por polvoreros de profesión.
No saben cuánto agradecería el país, cuántas vidas se salvarían y cuántas sonrisas sobre todo de los niños nos alegrarían el corazón.
Feliz Navidad.