Por: Andrés Julián Herrera Porra/ Cuando vi que el nuevo libro de Carolina Sanín se titulaba La mayor, pensé —sin mucha lógica, como quien cree por gusto o por delirio— que hablaría de música. Me ilusioné con un juego de palabras, con una novela en la que se escuchara a Calamaro, en la que vibraran las tonalidades del rock nacional argentino, ese que es al mismo tiempo nostalgia y nervio, pena y potencia. Me imaginé una celebración a esa Argentina que tanto le gusta a Carolina. Pero no. Me equivoqué, o mejor, acerté desde otro lugar: el libro sí es un canto, pero no al rock, sino a una niña. Y no a cualquier niña: a la mayor, a la que sobrevivió, a la que guió, a la que resistió. A la que, quizá, encarna —como metáfora y como carne viva— lo que significa perderse para encontrarse.
La mayor no es una novela en verso convencional. Es una letanía, una suerte de plegaria quebrada que bordea la narración y la disuelve. Es un texto que no busca explicar, sino reverberar. Porque lo que vivieron esos niños no se puede narrar linealmente. No cabe en la prosa, ni en el lenguaje funcional. El hambre, el miedo, la noche, la selva, el no saber si vendrá el día siguiente. Todo eso requiere un lenguaje distinto. Uno que tambalee. Que se atreva a decir sin cerrar. El lenguaje poético aparece ahí no como ornamento, sino como única posibilidad. La poesía, en este caso, no embellece; revela.
Y esa es, tal vez, la fuerza del texto: Carolina Sanín no cuenta una historia; la canta. Y al hacerlo, no solo nos habla de la niña huitoto, sino también de ella misma. “<<Yo también soy la mayor de mis hermanos>> / le dije en el corazón de mi visión. / Que mi familia se había perdido / no le dije.” La poeta ve en la niña una especie de doble. Porque, ¿quién no ha sentido que se extravía de los suyos? ¿Quién no ha sentido que la familia se desdibuja en la selva simbólica de la vida? Ser la mayor no es solo un lugar en el orden de nacimiento: es también una carga, una soledad, una responsabilidad, una expulsión. Las mayores —parece sugerir Carolina— deben extraviarse para encontrarse. Y esa es su hazaña: no solo sobrevivir, sino volver siendo otras.
Como en la música, el poema modula entre lo menor y lo mayor. Entre la oscuridad de la selva y la luz del rescate. Entre la pérdida y la aparición. Las tonalidades mayores suelen expresar fuerza, determinación, alegría. Las menores, en cambio, nos arrastran hacia la melancolía, al desgarramiento. El rock argentino ha sabido vivir entre esos dos extremos, y por eso, aunque La mayor no tenga guitarras ni baterías, a mí me suena a rock. A uno que combine la crudeza con la ternura, el desespero con el impulso vital. Y no al rock argentino que esperaba, sino a uno nuestro: un rock colombiano que mezcle tiples con distorsiones, marimbas con silencios, y que cante desde el fondo de una selva.
En ese tono, Sanín escribe:
“Ser humana es parecerse y
Haber sido expulsada, estar ausente,
Lo no enterrado, lo que debemos enterrar,
Lo último que se pierde,
El primer día — el próximo día —,
Y alcanzar, no poder
Alcanzar, ir a alcanzar, convertirse.”
Este poema no trata simplemente de unos niños encontrados. Es una historia de conversión. De pasaje. De tránsito. Es la narración de una humanidad que se pierde y, en el proceso, descubre algo de sí que no conocía. La mayor no solo vuelve viva; vuelve distinta. Y Carolina, al escribir sobre ella, también vuelve distinta. La poesía, en este sentido, es una forma de transformación: permite decir lo que no puede decirse, bordear el trauma sin traicionarlo, acompañar lo inexplicable con una voz que no impone sentido, pero sí consuelo.
Tal vez por eso el arte —la música, la poesía, la literatura— sigue siendo imprescindible. Porque en medio de lo informe, de lo que no se puede nombrar, aparece como refugio. Porque cuando todo se pierde, lo que queda no es la lógica, sino el ritmo. La posibilidad de cantar. De decir desde otro lugar, de sentir de forma nueva: «estuve perdida, pero ahora estoy».
Y eso es lo que queda también como eco al cerrar el libro. Que quizás la esperanza no es una certeza, sino una modulación. Una nota que cambia, un acorde que vibra distinto, una tónica mayor que aparece cuando menos lo esperamos. No se trata de negar el miedo, ni la selva, ni la noche, sino de aprender a escucharlos. De hacer, como hizo Carolina, una canción con lo perdido. Porque a veces, solo a veces, la esperanza suena. Y suena a algo muy parecido a un poema.
Apuntaciones:
- Debo dejar aquí escrito la alegría profunda que sentí el pasado 15 de mayo en la celebración del día del profesor. Leer, escuchar y sentir difereantes muestras de cariño de diferentes estudiantes actuales y pasados reconforta. A nadie le pagan lo suficiente por enseñar, la mejor paga siempre será ver cómo queda algo en medio de esa apuesta por un mañana mejor.
- No, en Colombia no anochece a las 10:00 p.m. las horas nocturnas deben pagarse desde las 6:00 p.m. es un reclamo apenas lógico de toda la clase trabajadora, ojalá el congreso deje de hacerse el sordo ante el reclamo del pueblo.
- Se me paso en la columna, y no quiero ponerlo por ponerlo, el reconocimiento a la unión entre Fuerzas militares y Guardia indígena para la búsqueda de la niña y como dicha unidad es muestra también de esperanza poética de nuestro pueblo mestizo.
…
*Abogado. Lic. Filosofía y Letras. Estudiante de Teología. Profesor de la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
Twitter: @UnGatoPensante
Instagram: @ungato_pensante