Por: Gloria Lucía Álvarez Pinzón/Hace unas semanas en el Concejo de Bogotá, dos concejales del partido de Gobierno lanzaron la campaña “La Constituyente por el Agua ¡ya!”, con la que quieren promover una reforma constitucional, según ellos, para “frenar la expansión irracional promovida por los gremios cementeros y urbanizadores, quienes han puesto en riesgo los recursos hídricos de la ciudad”.
La afrenta directa del Gobierno, esta vez contra el sector de la construcción que tiene como cabezas visibles a Camacol, Probogotá, empresas constructoras y cementeras, entre otros, a quienes se les quiere ahora responsabilizar de la expansión urbana de la ciudad, la destrucción de los humedales y la calamitosa situación de abastecimiento de agua, por la que ha tenido que pasar la capital del país en el último año.
La reunión se hizo con presencia de la Exministra y Exsecretaria de Ambiente de Bogotá Susana Muhamad, que desde su retiro del Ministerio se le ha visto protagonizando mítines, marchas y eventos políticos en defensa de este funesto y desprestigiado Gobierno, así como de la nueva ministra Lena Estrada que pone la impronta de cómo va a ser su paso por el Minambiente en este remate de administración.
No cabe duda que el crecimiento sostenido y descontrolado de Bogotá está teniendo consecuencias extremadamente severas sobre todos los componentes del ambiente, esa es una realidad inocultable.
Quienes por décadas llevamos estudiando e investigando sobre medio ambiente, hemos aprendido que la ciudad, como concepto que describe el asentamiento humano concentrado de considerable tamaño, está considerada a nivel mundial como el factor más depredador, deteriorante y contaminante que existe en el planeta, por encima de la extracción de minerales, petróleo y gas, así como de cualquier otra actividad humana que requiera del aprovechamiento de los recursos naturales renovables.
Es por ello, que se quieren desarrollar y acuñar conceptos como el de “ciudades sostenibles”, “ciudades biodiversas y resilientes” o “biodiverciudades”.
Según el DANE, Bogotá tiene cerca de 7,5 millones de habitantes directos y más de 11,5 millones de habitantes, si se cuentan todas las personas que habitan en el área metropolitana.
Si bien es la ciudad más grande de Colombia, está lejos de ser una de las más pobladas del mundo, pues por encima de ella hay al menos 33 ciudades más, especialmente Tokio con 37,2 millones, Delhi con 32 millones, Shanghái con 28,2 millones, Daca con 22,4 millones, São Paulo con 22,4 millones, ciudad de México con 22 millones, El Cairo con 21,7 millones y Pekín con 21, 3 millones de habitantes.
A pesar de no estar entre las ciudades más grandes del mundo, Bogotá es la generadora de los mayores y más grandes impactos ambientales que existen en el país.
Según el Acueducto, hoy tiene consumos promedio de 158.100 litros de agua cada segundo, genera 800.000 litros de aguas negras por segundo, de los cuales solo el 10% recibe un simple y rápido decantamiento, y que sin descontaminar son vertidas al río Bogotá convirtiéndolo en una lamentable y dolorosa cloaca, después de su paso por la capital.
Produce en promedio 9.000 toneladas de residuos al día, de los cuales solo se logra aprovechar aproximadamente el 17% y el resto terminan depositados en los rellenos sanitarios, ríos y humedales de la zona; además, genera grandes emisiones atmosféricas de materiales particulados, que según los últimos reportes de 2021 y 2022, ascienden a una concentración media anual de 13,7 microgramos por metro cúbico (µg/m3) de PM2,5; más del doble de lo recomendado por la OMS y que ha generado concentraciones máximas diarias hasta de 54,3 µg/m3 en Ciudad Bolívar y de 48,8 µg/m3 en Fontibón, superando el límite máximo permisible.
Bogotá, además ha generado impactos de los que nadie habla, como son el fraccionamiento y destrucción de los ecosistemas que la albergan, desaparición, canalización, contaminación y degradación de las quebradas y microcuencas que nacen en los cerros y que atraviesan la ciudad, en su paso hacia el río Bogotá, así como interrupción del flujo natural de aguas lluvias y superficiales, que a consecuencia de la impermeabilidad que generan las edificaciones y el pavimento y ante la falta de buenas obras de alcantarillado, terminan generado esas penosas inundaciones que se viven cada vez que hay un aguacero fuerte, así como cuantiosos daños al patrimonio de los capitalinos, debido a la contención y desconexión de las escorrentías superficiales con los acuíferos de la sabana.
Esa es la radiografía ambiental rápida de la ciudad, que está afectando la movilidad, la productividad, la tranquilidad y la calidad de vida de los ciudadanos.
Lo inadmisible es que ahora se le quiera echar toda la culpa de los males y dolencias ambientales de Bogotá a los gremios productivos, los empresarios y a quienes impulsan el desarrollo económico y urbanístico de la región.
En eso estriba la demagogia y la distorsión de este discurso político disparatado, que quiere cuestionar y satanizar a todos aquellos particulares que aportan capital y recursos, y que son fuente de trabajo y desarrollo en el país.
El activismo político ambiental o falso ambientalismo que lleva acuñándose y enquistándose en el país, especialmente durante las últimas dos décadas, tanto en los movimientos políticos de izquierda como de derecha, tiene la cuota más alta de responsabilidad en los problemas ambientales que hoy existen en Colombia y en especial en Bogotá, porque bajo un peligroso y apocalíptico discurso conservacionista se ha dedicado a ralentizar, impedir la ejecución o destruir los proyectos más importantes de infraestructura pública que requiere la ciudad para poder soportar su crecimiento, acciones que están obligadas a emprender las grandes metrópolis del mundo.
Si Bogotá sigue creciendo desaforadamente sin contar con un buen sistema de alcantarillado y tratamiento de aguas residuales y sin poder garantizar un adecuado y continuo acceso al agua potable, es debido a que, a nadie se le niega una licencia de construcción y a que no se ha permitido ni exigido la construcción de las obras públicas que la ciudad necesita para soportar las edificaciones que se autorizan.
Eso no es responsabilidad de los empresarios ni de los constructores; es culpa de quienes han estado ocupando cargos públicos en la capital, que han utilizado su investidura para acelerar los permisos de construcción y detener las obras públicas de acueducto, alcantarillado, espacio público y viales que la ciudad requiere, provocando con ello deliberadamente una crisis, que hoy llaman “triple crisis climática”, algunos de los cuales paradójicamente hoy promueven esta “constituyente por el agua”.
Ese es el verdadero problema, pues los constructores no podrían hacer barbaridades si no existieran detrás funcionarios corruptos que las autorizan u ocultan, lucrándose de ello.
La constituyente por el agua no es una estrategia nueva, es el reencauche de otra, promovida hace una década para lesionar los intereses de quienes tienen inversiones privadas en materia de acueducto y alcantarillado, bajo el sofisma filosófico del derecho fundamental al agua.
Ojo; no podemos dejarnos engañar con sugestivos discursos que se lanzan como antesala y slogan para atraer incautos a la campaña política del año entrante.
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*Abogada, docente e investigadora en Derecho Ambiental.
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