Por: Édgar Mauricio Ferez Santander/ El oído, casi siempre, se anticipa al resto del cuerpo. Desde lejos se escuchan las voces metálicas de los altavoces repitiendo, como letanías laicas, las mismas ofertas de siempre: “¡tres por cinco mil, llévatelo ya!”, “pañitos húmedos, dos mil, dos mil”, “tenemos el cargador original, barato, barato”.
No se trata de vendedores entusiastas, sino de grabaciones recicladas, gritadas desde parlantes rotos. Y entre todos esos ecos repetidos, sobresale uno que parece sacado de un mal sueño o de una buena anécdota: “Happy Brouny, legal legal”, entona una voz sin emoción, ofreciendo un brownie que sugiere algo más que cacao. El nombre no necesita traducción; todos entienden el efecto que promete. Nadie pregunta. Todos saben.
El centro es un cuerpo vivo y contradictorio. A cada paso, la ciudad muestra sus vísceras: el concreto desgastado, los toldos remendados con bolsas, los charcos sin dueño. Levantar la mirada es mirar hacia atrás: fachadas coloniales, balcones ruinosos, arquitectura republicana desfigurada por avisos de ópticas y tiendas de repuestos. Pero mirar al suelo también es mirar hacia lo hondo: entre adoquines mal puestos, se cuela la humedad, los restos de comida, el vómito seco del día anterior y, si es un mal día, hasta excremento humano. Porque en el centro, hasta la mierda tiene su espacio.
Y sin embargo, esa crudeza no ahuyenta: al contrario, atrae. El centro es un imán. Ahí convergen los que trabajan, los que resisten, los que venden, los que buscan, los que duermen en los andenes. No hay ciudad sin centro, aunque muchas intenten desplazarlos al margen.
Uno de los elementos menos observados, pero más simbólicos, de los centros urbanos son las palomas. Es fácil verlas como una parte más del paisaje, pero si se les presta atención, se revelan como espejos de lo social. En las zonas adineradas de las ciudades, las palomas tienen un plumaje más limpio, caminan con menos desespero, parecen hasta más robustas. En el centro, en cambio, las palomas lucen roídas, despelucadas, sin patas y famélicas. Tienen el mismo aire vencido de quienes también habitan la calle. Son aves de la misma ciudad, pero con destinos y estéticas distintas. Palomas de estrato uno, versus palomas de estrato seis.
Y el olor. El centro tiene uno propio, difícil de describir, pero fácil de reconocer: huele a humanidad concentrada, a ropa húmeda que no se secó bien, a cuerpo mojado por la lluvia y por el esfuerzo. Huele a grasa rancia, a fritanga recalentada, a sudor público. Siempre huele a bareta, dejada a propósito en el aire, como si el olor fuera una especie de afirmación identitaria. Un “aquí estoy”, en versión aromática que obliga casi a consumirlo.
No faltan los personajes. Cada centro tiene sus propios íconos populares: el vendedor de libros usados que busca no desaparecer en una sociedad que poco lee, el lustrabotas que habla mas De la cuenta y pretende saber más de la vida privada de los demas mientras pule, el joven que rapea en las esquinas con una lata vacía como tambor y ahora el cantante de heavy metal que canta y todos se preguntan cómo aguanta la voz. Hay quienes se pasean con animales, quienes ofrecen oraciones a cambio de monedas, quienes simplemente están ahí, viendo pasar la vida con una quietud escandalosa. El centro, en realidad, es una gran obra de teatro al aire libre, donde cada quien representa un papel inventado.
A pesar del ruido, de la suciedad y de la sensación de caos, el centro no deja de ser el núcleo simbólico de la ciudad. Allí están los edificios del poder: las alcaldías, los concejos, las notarías, los bancos, los juzgados. Lugares donde se toman decisiones que casi nunca favorecen a quienes caminan por esas mismas calles. Una contradicción viva: el poder convive con el abandono, y en medio de ambos, la ciudad respira.
Cada ciudad vive su centro a su manera
En Barranquilla, el centro tiene calor y color. La plaza San Nicolás, las callecitas de nombres históricos mezclan el legado colonial con la venta ambulante desbordada. La ciudad se expande, pero el centro sigue siendo corazón, aunque los planes de renovación lleguen con lentitud y se enfrenten al ruido del comercio informal que no se deja sacar.
Bogotá tiene varios centros. San Victorino es un nudo de comercio mayorista donde el cuerpo se mueve como si fuera parte de una maquinaria: todos corren, todos cargan, todos ofrecen. A pocas cuadras, La Candelaria conserva una bohemia vieja, una intelectualidad cansada y una energía que mezcla el arte, la memoria y la resistencia. Bogotá es muchas ciudades en una, y su centro es una constelación de tensiones: pasado, protesta, patrimonio y marginalidad, todo en simultáneo.
Medellín, con su ambición de orden y limpieza, intenta domesticar su centro. Ha cerrado calles, ha instalado cámaras, ha invertido en infraestructura. Y sin embargo, el centro sigue siendo indomable. En el Parque Berrío conviven el metro elevado con el predicador callejero que anuncia el fin del mundo. Junín todavía conserva algo de su antiguo encanto, pero es inevitable sentir que el centro resiste a ser embellecido del todo. Hay zonas limpias, sí, pero el polvo vuelve, como una señal de que no todo puede maquillarse.
Sincelejo, más pequeño, parece más manejable, pero guarda en su centro toda la tensión de una ciudad que se ha modernizado a pedazos. Allí están el mercado, los juzgados, las tiendas, la política y la informalidad, todos en cuadra y media. El centro es compacto, pero vivo, y funciona como un termómetro que mide la temperatura social de toda la región.
En todos estos lugares, el centro es más que una ubicación geográfica: es una forma de entender la ciudad. Es lo que queda cuando se despejan los filtros. Allí no vive la ciudad que se muestra en los folletos turísticos, sino la real. Una ciudad sin eufemismos. Con promesas que suenan desde parlantes rotos y con brownies que no necesitan etiqueta.
El centro incomoda, pero también enamora. Porque es allí donde la ciudad se siente de verdad.
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*Historiador, Magíster de la Universidad de Murcia y Candidato a doctor en estudios migratorios Universidad de Granada-España.