Por: Andrea Guerrero/ Somos el país donde todo pasa y nada pasa. La conmoción por la muerte de algún colombiano y, posteriormente, el olvido. Así funcionan las cosas en este país desde que tengo recuerdo. Primero, la indignación, el levantamiento y desgarramiento de prendas por las injusticias, pero nada cambia. Siempre se lucha por un cambio que nunca llega, los únicos resultados son los cuerpos sin vida, los llantos de las familias y la impunidad.
Ahora bien, rendirse ante las injusticias sería condenarnos a la mentira, la corrupción y a la violencia. Es por eso mismo que comprendo la necesidad de sacudir el país con las arengas y la protesta.
Después del paro, quisiera poder afirmar que todo valió la pena. Aquello será complicado puesto que se han perdido vidas y toda vida es invaluable. Resulta desalentador que se crea que un cambio es posible cuando se pierden vidas inocentes, sin embargo, en Colombia soñar cuesta la vida y pareciera que la única solución para cambiar el rumbo es arriesgando todo.
Un mejor país no se construye sobre cientos de personas asesinadas.
En Colombia, existe una batalla entre un lenguaje violento y polarizado, y un lenguaje pacífico que está apunto de fallecer. Lastimosamente, el primero predomina y va ganando por mucho. Sin buscar un ejemplo rebuscado, en Cali, se filtró una conversación privada de una doctora que expresaba sus ‘ganas’ de pagarle a las autodefensas para acabar con 1000 indios.
Como es costumbre en estos tiempos, la doctora recibió escarmiento en las redes por la falta de ética en sus actuaciones y, además, fue despedida del trabajo. El pensamiento de ella hace parte del discurso de odio que con frecuencia escuchamos. Su actitud agrede la vida, el hecho de que diga con tanta facilidad que los indios merecen la muerte resulta aterrador. Sobre todo, porque demuestra lo poco que vale una vida aquí, se han normalizado el asesinato, las desapariciones, la tortura y las violaciones a la dignidad.
Así mismo, existe una parte de la población que es ajena a todo lo que pasa y ni siquiera se esfuerza por comprender su entorno, adoptan e imitan una postura típica y radical que les sea cómoda y se desentienden del resto. Su única acción es de rechazo a todo lo que acontece, una crítica que no hace nada por cambiar la situación, se sientan pasivamente a satanizar todo lo que pasa sin aportar una solución o una salida que no sea otra que volver al punto donde estábamos.
Finalmente, según Ariel Ávila, este paro puede terminar en una de las cuatro formas que el describe. La primera es la chilena: una salida institucional, manifestaciones fuertes y una asamblea constituyente; la venezolana, que consiste en una fuerte represión en la que hay tres fases: la violencia por parte del Estado, el combate entre civiles y la judicialización; la peruana: la desilusión, después de que el presidente salió de su cargo, pero el sistema político no cambió; la última es la del electrocardiograma: una intermitencia en las protestas.
Supongo que es apresurado decir en qué desembocará todo esto, pero no se puede olvidar que en Colombia se han cometido tantas injusticias, que toda esta rabia e indignación han sido canalizadas a este paro. Ahora bien, si me preguntaran a mi cuál debería ser una de las banderas más importantes del paro, precisamente, abogaría por el respeto a la vida. Definitivamente considero que todos los colombianos deberíamos estar incómodos y tremendamente enojados por el hecho de que nuestra vida cueste menos que la bala que nos mata.
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*Estudiante
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