Por: Fray Andrés Julián Herrera Porras, O.P/ El nombre es un algo que usamos para designar otro algo, para determinar lo externo, una palabra que nos ayuda a hacer una cierta abstracción de personas, anímales o cosas. Cuando decimos “perro”, no es lo mismo que decir el perro Brownie —el primer perro de la República de Chile—. Tampoco es lo mismo decir “presidente” que “el presidente Gustavo Petro”. Los primeros nombres “perro”, “presidente”, son genéricos, puede ser cualquiera; mientras que, decir “el perro Brownie” o “el presidente Gustavo Petro”, nos lleva a identificar exactamente al sujeto en mención, se trata entonces de nombres propios.
Nombrar cosas parece ser un acto propio de nuestra naturaleza racional, lo hacemos desde pequeños, estamos nombrando todo lo que nos rodea y a todos los que nos rodean. Asignamos palabras a las cosas porque es la forma en que logramos poseerlas mentalmente, tomamos posesión del mundo por medio del lenguaje, lo hacemos nuestro, o, al menos nos hacemos la falsa idea de que es así.
Sin embargo, no solo nombramos lo externo, también somos nombrados, también somos poseídos por esos otros que nos nombran. Nuestros padres tienen sobre nosotros el poder de asignarnos un nombre, es un derecho nuestro tenerlo, pero son ellos en ejercicio de la llamada “patria potestad” quienes realizan la tarea de nombrarnos, de determinar cómo seremos llamados buena parte de nuestra vida.
Ahora bien, cuando una mujer queda embarazada, por regla general, todos los que la rodean suelen opinar sobre los posibles nombres, incluso antes de saber si se le asignará un nombre masculino o femenino, los abuelos, los tíos, los padres, los hermanos, los vecinos, todos opinan sobre que nombre debería tener y cual no la creatura que aún está en formación.
Algunos padres sostienen una especie de idea mística frente al nombre que deben asignarle al bebé, suelen creer que el nombre definirá completamente la personalidad del niño, que ponerle x o y nombre lo hará más propenso al arte o a la ciencia, como si nombrarlo fuera una fórmula mágica, por eso en la historia se han hecho grandes listados casi cabalísticos de nombres, desde buscar el nombre del santo del día de nacimiento en el almanaque de Bristol, hasta combinar los nombres de los padres.
En este punto quiero aclarar que no desprecio todas estas ideas de la importancia de la asignación de los nombres de los niños, solo que creo que el asunto es más explicable de lo que parece. Nuestro nombre es la forma inicial con la que nos presentan en sociedad, es parte de la mediación social misma, nos tratarán de una forma u otra dependiendo de cómo nos llamemos —incluyendo el apellido—.
Un ejemplo claro se presenta de la siguiente manera: no es lo mismo llamarse Camila o María, que llamarse Agapita o Helga. No quiero que se me tome por clasista, o que alguna Agapita se ofenda, solo estoy describiendo una realidad, una situación que en mi opinión debería cambiar, pero que no cambiara solo porque yo no esté de acuerdo con ella.
El Instituto Colombiano de Bienestar Familiar (ICBF) a veces recibe a niños que por diferentes circunstancias no tienen nombre asignado por sus padres, o, al menos, no encuentran un registro. Cuando eso sucede, es el defensor de familia el encargado de asignar el nombre, para ello revisa los nombres y apellidos más comunes de la región de procedencia y, entre algunas opciones, escoge un nombre para realizar los registros correspondientes.
No solo la parte del nombre puesto por nuestros padres a voluntad nos identifica, también lo hace la parte puesta fuera de su voluntad, el apellido; volviendo a los ejemplos, no es lo mismo, en Colombia, tener el apellido “Pérez” que el apellido “Santodomingo”. El apellido nos hace “parte de”, demuestra la pertenencia a una familia, incluso a alguien en particular, muestra de ello la partícula “de” que —gracias a las luchas de las mujeres— entró en desuso de algunas mujeres, Pepita “de” Pérez.
Hablando de nombres y nombrar, también es interesante ver cómo nos cambiamos el nombre, no solo a través del proceso legal que hay para hacerlo, sino simplemente con los sobrenombres que nos ponemos o permitimos que nos pongan, algunas personas no tienen idea que mi primer nombre es Andrés, pero tienen clarísimo que me gusta que me digan “gato”.
Quiero terminar por hacer una invitación a que se siga pensando antes de nombrar, en las consecuencias que puede traer poner un nombre, no de forma mágica sino real. También, aprovecho para dar un abrazo de solidaridad a aquellos inconformes con su asignación de nombre, siempre hay posibilidad de cambiarlo, o incluso de asumirlo y darle un cierto valor agregado.
Apuntaciones
- El gobierno del cambio no ha cambiado en nada su triste proceder de improvisación y falta de ejecución. Es una lástima, de seguir así a Petro le pasará lo de Duque, serán la mejor propaganda para el futuro candidato contrario a su posición política y seguiremos eligiendo en contra del fantasma saliente y no por la esperanza del porvenir.
- Seguimos con la Tertulia Popular, charlando de forma informal sobre actualidad política, por Cristovisión los domingos a las 6 de la tarde.
- El asunto de la rectoría de la Universidad Nacional solo demuestra lo folclórica que es la forma de gobernanza de la universidad pública.