Por: César Mauricio Olaya/ La palabra es un don y una virtud espejo de cada persona. En su uso, encontramos verdaderos cultores que a veces con exceso de flores, lisonjas, metáforas y en general gracia y donaire, la llevan a la estratosfera de los espíritus entre sus receptores y su escucha nos emociona y nos llena los sentidos de extremo placer. Vates que han trascendido en la larga historia de la oratoria, el canto, la poesía y todo lo que pueda representar la estética en su uso.
La palabra honra a la persona que sabe hacer uso de ella. La oratoria es el arte de su buen uso y quien tiene el poder para hacer de ella un recurso que cautiva, puede literalmente hipnotizar con su mensaje y ejercer dominio y pleno convencimiento masivo de sus mensajes.
En la historia de la humanidad, protagonistas de su desarrollo han tenido en la palabra su principal arma para conquistar y alcanzar universos supremos. En el siglo V antes de nuestra era, el gobernante griego Pericles fue considerado el gran maestro de la palabra, al punto que en virtud a su don, desde su gobierno, Atenas ha sido considerado el centro universal de la cultura y la educación.
Un siglo después y a pesar de sus problemas de tartamudez, el filósofo griego Demóstenes dejó para la historia tres grandes discursos en contra de Filipo II de Macedonia, que desde entonces se conocen en su estilo como filípicos y su característica es el nivel incendiario en el uso de la palabra, lo que no significa de ninguna manera que su uso se equiparara con el insulto y la vulgaridad.
Ya en el siglo XIX, el mandatario norteamericano Abraham Lincoln marcó en el manejo de la palabra lo que sería la matriz que abriría el camino a la eliminación de la esclavitud. En el siglo XX el presidente británico Winston Churchill, quien calificó el poder de la oratoria como la principal virtud que pudiera mostrar un hombre, con su discurso al pueblo inglés logró inyectarles tal nivel de confianza y seguridad, que pudo inclinar la balanza que Hitler a través del miedo, había logrado inocular a toda Europa.
Los discursos a favor de una revolución pacífica y no violenta que en su momento expusiera el líder indio Mahatma Gandhi, son considerados un verdadero canto épico al espíritu de la paz del alma, como principio rector de todas las transformaciones. En esa misma línea de usar la palabra como don para alcanzar la fortaleza del espíritu en procura de transformaciones sin necesidad de la violencia, se destacó el líder afro norteamericano Martín Luther King. Su memorable frase, He tenido un sueño, representó un giro copernicano en la política racial de los gobiernos de su país.
El inmolado presidente norteamericano John F. Kennedy pronunciaría en su discurso de posesión, una frase que quedaría grabada en la historia de la confianza y el espíritu de grandeza del país del norte, “no preguntes que puede hacer tu país por ti. Pregúntate que puedes hacer tú por tú país”. De este mismo país, la palabra sería capital en el ejercicio del poder de mandatarios que alcanzaron su cargo y popularidad, a partir del convencimiento de sus discursos. El actor Ronald Reagan a quien los medios le dieron el título del Gran Comunicador. Barack Obama el primer presidente negro en un país de marcado racismo. Una de sus frases que en particular me convence de su inteligencia, “aquellos que defiendan la justicia, siempre ocuparán el lado correcto de la historia”.
Pero así como la palabra enaltece, es también el hilo del titiritero que mueve consciencias y opaca toda forma de racionalidad. La palabra se convierte entonces en el mecanismo para entorpecer la mente de quien no logra descubrir su real intencionalidad. Voces orquestadas para convencer a partir de decir lo que se quiere oír, como se quiere oír y con la extensión conjugada entre alma y mente que convierte en líderes a quienes hacen uso de esta conjugación de verdades vs ideales, crisol perfecto en el que se moldea el llamado populismo que hoy es la bandera que izan políticos de todas las tendencias para convencer al bruto de su electorado.
Ejemplos podríamos traer a montones, pero para no ir tan lejos, precisamente por estos días en nuestra otrora Ciudad Bonita, se vivió un capítulo particular, donde la palabra fue reducida a su mínima expresión, para convertirla en líneas enteras de un guion donde la vulgaridad, la grosería y el uso más soez posible de alcanzar, fue usado con la habilidad propia del encantador de serpientes, para llevar a la hilaridad emocional de quien vocea los oles ante la masacre en el coso taurino.
El ciudadano Fernando Martínez, quien se ha convertido en la piedra en el zapato del actual mandatario local por sus permanentes y sustentadas críticas al errático manejo de la administración, debió enfrentar la ira sacrosanta del ¨muy culto¨ alcalde de nuestra ciudad, tras una solicitud, respetuosa por cierto, sobre las razones de una poda arbórea en el parque Solón Wilches del barrio Sotomayor. Palabras como usted es un lavaculos de la politiquería y un vago con sueldo, hicieron parte de la explosión iracunda del mandatario.
Inquieto por los alcances de este grotesco término y a sabiendas que toda palabra tiene su propia etimología, me pasee por los vericuetos del saber enciclopédico y vaya sorpresa la que me llevé, pues el desfasado término de “lavaculos”, resultó estando relacionado con un oficio de la corte inglesa que leía, Groom of the stool ,traducido literalmente como “novio o mozo de heces” y en nuestro preciado idioma, limpia culos, labor que por demás era un honor para el miembro de la corte que fuera designado para tan noble labor al servicio del rey.
Así las cosas y dadas las circunstancias que señalan el interés del mandatario por ser visto como un rey, no estaría de más suponer que su interés no era otro que invitar al contradictor a que rindiera sus honores al servicio de la corte del quinto piso del edificio administrativo, donde por cierto, abundan los reyes o por lo menos, los que muestran ínfulas de serlo.
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