Por: Laura María Jaimes Muñoz/ En Colombia, como en casi todo el mundo, siempre se ha dicho que “la familia está primero”, para significar que los intereses de ésta, la célula fundamental de la sociedad, deben ser atendidos con especial interés.
Una persona, de cualquier edad, que tenga una familia, tiene esperanza, amor, seguridad, solidaridad, bienestar y si tenemos muchas familias atendidas y con esperanza, tendremos una sociedad más equilibrada y más feliz, como alguna vez, la Madre Teresa de Calcuta preguntó: ¿Qué puedes hacer para promover la paz mundial? Ve a casa y ama a tu familia”.
Pero esa no es una simple expresión o un sentimiento, sino reflejo de una realidad que debemos contemplar con la mayor seriedad.
Todavía a mediados del siglo pasado, la familia era lo más importante en nuestro país: El Estado tenía claro que la protección de la familia equivalía a la construcción de una sociedad equilibrada, capaz de enfrentar hasta los más grandes desafíos. Pero luego, un poco por miopía de la clase dirigente, el interés por la familia se fue perdiendo de manera acelerada, con las graves consecuencias que hoy enfrentamos: Familias disfuncionales, en las cuales no existe unidad—es decir, solidaridad— y en las que, por la misma razón, ninguno de sus integrantes se siente seguro.
La familia ha dejado de ser el refugio de sus integrantes
En el pasado, las familias extendidas albergaban a muchas personas. Estaban los abuelos y a veces tíos abuelos o primos de edad avanzada; estaban los padres, que eran como el aglutinante general del grupo, porque su visión impartía autoridad y orden; estaban los hijos y en muchas ocasiones, primos de los hijos, otros familiares o hasta personas sin nexos de sangre que compartían una forma de vida y que encontraban, en la solidaridad, una fortaleza excepcional a la hora de enfrentar las dificultades de la vida.
Pero esa familia pasó a la historia hace mucho rato. Y lo que es peor, la propia familia nuclear—padres e hijos—se ha venido desintegrando de manera acelerada, hasta el punto de que la gente se siente alarmada. La consecuencia de todo esto es que ni adultos ni niños se sienten seguros, no cuentan con el respaldo de nadie y tienen mayores dificultades para enfrentar los retos de la vida cotidiana.
¿Por qué ha pasado esto?
Son múltiples las causas de este fenómeno. Entre otras, la penetración ocurrida en el marco de la globalización económica y cultural, la pérdida de importancia de la religión, la condescendencia del Estado respecto a ciertos comportamientos sociales (como en el caso de la drogadicción y el establecimiento de la dosis personal de estupefacientes), además de las dificultades económicas, que contribuyen a destruir el equilibrio familiar.
El asunto es qué hacer ante semejante estado de cosas, que amenazan con generar situaciones peores que las que nuestra sociedad contempla en la actualidad.
La consecuencia ha sido que la familia colombiana enfrenta una de las más graves crisis de toda su historia. Una crisis que se origina en la pérdida total de valores, el desprecio por la ley, la pérdida de respeto por la vida humana, el menosprecio a la mujer, la indiferencia ante el sufrimiento de los niños, la falta de oportunidades laborales para los hombres, la falta de oportunidades de estudio para los jóvenes, la falta de apoyo para discapacitados y personas de la tercera edad, el hambre de muchos hogares, la delincuencia, la drogadicción, la desesperanza siempre se ha hablado de la importancia de la familia, pero poco se ha hecho para atender sus necesidades. Todo se ha quedado en palabras. Más bien, nos han hecho creer que no tenemos esperanza, que debemos resignarnos a nuestra suerte, que debemos dejar de protestar. Tenemos un marco de desesperanza aprendida que debemos derrotar para cambiar nuestra suerte. Nos enseñaron a perder la esperanza y tenemos que recuperarla para conquistar la vida digna que queremos y a la que tenemos derecho.
Definitivamente esta situación tiene que cambiar. Y la única manera de llevar solución a las numerosas y crecientes deficiencias de las familias es meter al gobierno nacional en un plan de largo alcance, que permita canalizar hacia las familias los mayores y mejores apoyos, de tal manera que cada uno de sus integrantes conquiste unas mejores condiciones de vida, menos despilfarro de los recursos públicos, nada de corrupción, más solidaridad social e inversión social.
Mi propuesta es que se logre crear la presión necesaria para que el Estado vuelva sus ojos a la familia, que la familia se convierta en objetivo principal de su gestión y evite su deterioro social que surgirá, inevitablemente, del resquebrajamiento como fundamento de la sociedad.
El problema es cómo. Si el Estado orienta sus esfuerzos a resolver muchos de los problemas que gravitan sobre las familias, si educa apropiadamente, si combate fenómenos como la drogadicción y la delincuencia, si genera oportunidades de empleo, sana diversión y otras, si realiza obras y programas que mejoren la calidad de vida de todas las familias de Santander y Colombia, la situación mejorará considerablemente.
Tenemos que recuperar los valores que nos guiaron positivamente, durante muchas generaciones.
Es verdad que nunca será posible volver al modelo de familia que existía hace cincuenta o sesenta años, pero con la debida atención de sus necesidades—con programas educativos, culturales, económicos y otros—será posible frenar el deterioro de la familia para constituir colectivos más equilibrados, dispuestos a abordar los retos que exige el mejoramiento integral del país.
El rescate de la familia incluye la atención integral de las múltiples necesidades de Santander, tanto en las zonas urbanas como en las rurales, como nunca se ha hecho.
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