Aun me resisto en pensar que alcanzamos el punto, como sociedad, donde normalizamos y naturalizamos la violencia.
Por: Diego Ruiz Thorrens/ El pasado 23 de marzo mientras caminaba por el Parque de los Niños (Bucaramanga), siendo aproximadamente las 10 o 10:30 AM un hecho atrapó mi atención: a pocos metros del CAI (Comando de Atención Inmediata) ubicado en el parque se encontraban 6 menores de edad (ninguno superaba los 10 años de edad) acompañados de un adulto que estaba “enseñándoles” a usar el puñal (cuchillo, pata de cabra) para (según sus propias palabras) aprender a “defenderse”.
Era imposible no advertir la situación. El adulto, hombre de unos 35 o 38 años, moreno, delgado y de estatura media, profería a pulmón entero frases que, por respeto a los lectores no replicaré aquí, mientras los menores, aquellos que aún esperaban su turno para “practicar”, hacían un círculo como formando un ring de boxeo humano observando.
Debido a su intensidad la escena era abrumadora, escalofriante. Durante varios momentos me pregunté qué estaba pasando, quién era ese adulto que estaba con los menores y cómo era posible que, a tan pocos (poquísimos) metros de un CAI, ningún uniformado se pronunció o manifestó. Dos veces sentí el impulso de detener la escena pero, al segundo intento, una voz en la parte posterior de mi cabeza me advertía “no lo haga, tienen elementos punzocortantes”. Con algo de rabia y acompañado de un sentimiento de impotencia y vergüenza, decidí continuar con mi marcha como lo hacían varios transeúntes, algunos que caminaban con prisa, otros que iban despacio pero ensimismados en sus propios pensamientos.
Pocas semanas después encontré la misma escena. Según mi cuenta ya no eran 6 menores sino 8, y tampoco pasaban de los 10 años de edad. Dos aspectos de este nuevo suceso llamaron mi atención: el primero fue que los menores, aparentemente, no eran de la zona. Algunos de ellos tenían un gesto rudo en el rostro. Otros, parecían tener tatuado en la piel los rastros de la violencia. Todos y cada uno de los menores, sin excepción, estaban prestos a la actividad, como si fuese un deber, una tarea que debían realizar. Y… nuevamente, nadie, absolutamente nadie dijo nada. La gente caminaba, mirando sin observar.
Ese mismo día, en hecho aparte, los medios de comunicación hacían mención de un nuevo feminicidio ocurrido en Colombia. Ensimismado en mis pensamientos, un comentario me sacó de la nube en la que me encontraba, haciendo que sintiera una punzada en mi estómago, impulsándome a vomitar: un hombre, un señor de unos 60 años, decía “es que no falta la mujer que le encanta que la maltraten. Por eso cuando las golpean se hacen las víctimas y cuando ya es tarde son asesinadas”. Su comentario no fue lanzado de forma inconsciente, sino que estaba dirigido a un pequeño auditorio de personas que le acompañaban y validaban. “Es que no falta la mujer que le encanta que la maltraten”. Hay que ser muy miserable, insensible, para realizar ese tipo de afirmación.
Sin embargo… no fueron pocas las personas que pensaron de esta misma manera con los tres siguientes feminicidios ocurridos en el marco de la celebración del Día de la Madre en nuestro país. “Ellas se lo buscaron”, escuché de nuevo. ‘Ellas se lo buscaron’, como si fuese normal buscar, anhelar la violencia, la humillación, el ultraje y la muerte.
Aun me resisto en pensar que alcanzamos el punto, como sociedad, donde normalizamos y naturalizamos la violencia. No concibo que seamos testigos del terror sin que tomemos acciones para transformar esta realidad. Me resisto a imaginar un mundo donde la violencia y la muerte sean parte del paisaje.
No permitamos que esto suceda, menos cuando las víctimas de la violencia pueden terminar con el corazón del piedra (especialmente, los niños), o asesinadas y lanzadas al olvido y la impunidad, repitiendo de manera infinita un circulo de violencia que pareciera nunca terminar.
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*Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y Gestión de la Transición del Posconflicto de la Escuela Superior de Administración Pública – ESAP Seccional Santander.
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