Por: Édgar Mauricio Ferez Santander/ Las condenas como la cadena perpetua, promovidas por ciertos sectores del legislativo, no solo buscan castigar a los responsables de estos actos atroces, sino que también cumplen una función simbólica que algunos congresistas aprovechan para proyectar una imagen de firmeza y compromiso con la seguridad ciudadana. Sin embargo, esta tendencia revela una problemática más profunda: la politización de la justicia penal.
La estrategia detrás de la imposición de penas severas es clara. En un contexto en el que la opinión pública exige respuestas rápidas y contundentes ante el aumento de ciertos crímenes, proponer castigos extremos se convierte en un recurso efectivo para ganar simpatía electoral.
Los congresistas que apoyan estas medidas saben que los ciudadanos tienden a valorar el «castigo ejemplar» como un modo de protección, pero rara vez cuestionan la eficacia real de tales penas. Esto ha creado un ambiente donde el castigo se impone como una solución inmediata, sin atender las causas estructurales que generan la delincuencia.
Es común ver cómo, ante hechos de gran repercusión mediática, los legisladores aprovechan el momento para impulsar proyectos de ley que endurecen las penas. En lugar de plantear soluciones de fondo, como la implementación de políticas de prevención o el fortalecimiento de los sistemas de salud mental y educación, los congresistas recurren a medidas punitivas con fines políticos. Se presenta a la opinión pública una narrativa que asocia castigos más severos con la justicia, cuando en realidad, muchos crímenes sexuales responden a condiciones psicológicas y sociales que no pueden ser disuadidas con una simple condena más larga.
Una de las grandes paradojas en esta dinámica es que, a pesar de que las investigaciones y estudios internacionales sugieren que el endurecimiento de penas no disminuye la comisión de delitos, especialmente en casos de agresiones sexuales, los legisladores insisten en su aplicación.
El miedo a parecer «blandos» frente al crimen lleva a muchos políticos a competir por ser los más severos en sus propuestas, sin detenerse a analizar la evidencia que apunta hacia la ineficacia de tales medidas. Es aquí donde entra en juego la instrumentalización de la cadena perpetua como una herramienta de populismo penal.
Los congresistas que abogan por estas políticas suelen presentarse como protectores de los niños y de la sociedad en general, buscando generar una sensación de seguridad y justicia. No obstante, detrás de estas iniciativas, existe una clara intención de desviar la atención de los problemas estructurales que perpetúan la violencia y los abusos.
La falta de programas de prevención, la desatención a las condiciones de vulnerabilidad social y la ausencia de mecanismos eficaces de educación sexual, quedan relegados a un segundo plano en el discurso político. Lo urgente pasa a ser imponer condenas severas, cuando lo importante debería ser construir soluciones integrales.
Este fenómeno no es exclusivo de un solo país, pero en casos como el de Estados Unidos, se observa con mayor frecuencia cómo la cadena perpetua se convierte en una respuesta fácil para los políticos que desean mostrar dureza. Sin embargo, estas decisiones tienen costos no solo económicos, como la sobrecarga del sistema penitenciario, sino también sociales, pues desvían recursos que podrían destinarse a programas de rehabilitación y prevención de crímenes sexuales.
En lugar de enfocarse en las causas subyacentes de estos delitos, los legisladores prefieren abordar los síntomas de la criminalidad. Además, en muchos casos, las penas extremas ni siquiera garantizan justicia para las víctimas, ya que muchas veces desincentivan la denuncia. El temor a represalias o el hecho de que el agresor sea un familiar cercano, lleva a muchas personas a no denunciar, lo que perpetúa un ciclo de impunidad que no puede resolverse solo con castigos más severos.
En conclusión, la cadena perpetua se ha transformado en una herramienta política utilizada por ciertos sectores legislativos para proyectar una imagen de firmeza y popular ante el crimen. Sin embargo, la falta de atención a las causas profundas de la delincuencia y el abuso sexual, junto con la evidencia de la ineficacia de estas penas como disuasión, pone en duda la verdadera motivación detrás de estas medidas. Los congresistas deben ir más allá de los discursos populistas y trabajar en políticas integrales que prevengan el crimen en lugar de simplemente castigarlo, mejor dicho, hacer su trabajo y poner investigar a sus UTL.
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*Historiador, Magíster de la Universidad de Murcia y Candidato a doctor en estudios migratorios Universidad de Granada-España.