Por: Fray Andrés Julián Herrera Porras, O.P/ Una pareja llegó caminando a una parada del bus, se veían felices, inmersos en una conversación que sólo les incumbía a los dos. Observaron que había dos filas de abordaje y se dieron cuenta que en ese lugar paraban dos rutas distintas, de las que sólo les servía una.
Aunque es una escena normal en un lugar común, espero reflexionar a partir de ella sobre un tema en el cual todos nos vemos concentrados. Todos hemos sido víctimas y victimarios del día a día, del frenesí propio de nuestras sociedades enfermas por el capitalismo y la idea de producción.
Una vez optan por una de las dos filas deciden seguir en su conversación. Las demás personas también están allí, cada uno en su propia vida. Algunos estudiantes afanados porque van tarde hacia sus clases, otros cansados, esperando regresar pronto a sus hogares, algunos adultos mayores, cada uno pensando en lo suyo.
Cuán difícil es ser empático cuando uno se siente agobiado por un problema personal. A veces maltratamos a quien se nos atraviesa por el camino, todo como una simple consecuencia del odio que cargamos por un evento inmediatamente anterior. El otro parece simplemente estorbarnos o convertirse, por desgracia para él, en un simple receptor del malestar del yo.
De repente llegó un bus, abrió las puertas y algunos pasajeros se subieron. El bus se llenó, pero no todos pudieron subir. La pareja, que quedó muy cerca de la puerta de abordaje, tampoco pudo hacerlo. La fila paralela a la elegida por la pareja continuaba siendo muy larga. Ellos, un poco desconcertados, —desconectados en su propio “nosotros”— tenían la duda de si estaban o no en la fila correcta.
Es muy difícil reconocer la otredad, entender que fuera del yo existen otros con su propio yo. Esa dificultad nos lleva a querer imponer nuestro yo a esos que, desde nuestra falta de comprensión, deberían ser como a nosotros nos convenga que sean y no como ellos mismos quieren ser.
De repente, un señor calvo de bigote canoso decidió romper con la conversación de la pareja de forma abrupta y preguntarles si creían que él —porque solo se preocupaba por sí mismo— estaba haciendo fila por deporte, o si, por el contrario, simplemente querían pasar por encima de su derecho evitando hacer la fila como era debido.
La falta de reconocimiento desencadena, obviamente, en una afectación constante a los demás. En esta sociedad individualista urge abrir los ojos y darnos cuenta de que no estamos solos. La pandemia nos debería haber movido, una gripa en China encerró a todo el planeta en cuatro paredes, estamos interconectados y es un hecho más que probado. Afectamos al vecino cuando dejamos mal parqueado el carro y a la naturaleza a partir de nuestros buenos o malos hábitos, nos afectamos nosotros mismos con el exceso en el consumo de carnes rojas.
La pareja no comprendía la situación. Ella preguntó de forma amable al señor molesto si esa era la fila para la ruta que estaban esperando, mientras él seguía ofuscado reclamándoles por no hacer la fila correcta. En medio de la confusión, para evitar líos, el novio decidió moverse al final de la fila en la que estaba el señor altanero y con algunos gestos —de esos micro lenguajes propios de los enamorados cuando se conocen y se respetan— hacerle saber a su pareja que no valía la pena explicarle el asunto al ofuscado, pues no estaba dispuesto a escuchar.
Nos cuesta escuchar, nos cuesta entender, nos cuesta incluso ver al otro. Cuando creemos que tenemos la razón absoluta del universo y, además, estamos cansados de una larga jornada, los otros se nos vuelven solo sombras que pasan y terminamos por cerrar nuestro yo a cualquier tipo de encuentro donde exista un otro, no estamos dispuestos a ceder en nada. Allí es donde la tozudez se vuelve impronta de nuestro paso por los demás y lastimamos sin darnos cuenta.
Luego de un tiempo, pasó otro bus de la línea que esperaba la pareja, los primeros en la fila no se subieron, el señor calvo de bigote entre ellos tampoco. En cambio, la pareja, luego de adelantar la fila —casi saltándola— subieron al bus y continuaron hacia su destino. Yo, solo sonreí, justo detrás del señor calvo que no terminaba de comprender la vergüenza ajena que había provocado en mí y en otro observador que estaba en la fila.
El ejemplo se dio entre desconocidos. Empero, no es algo ajeno a la realidad del hogar, donde también suele vencer el grito a la escucha. El afán del día a día nos afecta de llevándonos a enfermar del cuerpo, pero también, nos enferma comunitariamente, nos aleja de los otros y no nos permite encontrarnos con los otros. Llegado a este punto, creo que solo hay dos opciones, nos dejamos consumir por el yo o decidimos parar para abrirnos al nosotros, al nosotros social que se requiere para una nueva forma de vivir en sociedad.
Apuntaciones
- No, señor presidente, una constituyente no tiene sentido en este momento; lo único que usted logró con sus declaraciones fue darles fuerza a sus detractores.
- No soy de ver televisión, hace tiempo renuncié al oficio mal pago y, bien lo dijo Petro, “embrutecedor” de ser “televidente”. Sin embargo, me alegra la noticia de que un grupo denominado “Carranga Kids” hubiese ganado un concurso musical. Ahora bien, para mi gusto, deberían llamarse “Niños carranga” o algún otro nombre que no requiera anglicismos.
- Sigo preocupado por las amenazas, y el cumplimiento de estas, de “limpiezas sociales” en algunos territorios del país, especialmente en Santander.
- El próximo 7 de abril a las 6:00 p.m. regresamos con Tertulia popular en Cristovisión. ¡Allá nos vemos!
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*Abogado. Estudiante de la licenciatura en Filosofía y Letras. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
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