Por: Andrea Guerrero/ Durante más de medio siglo nuestra población ha padecido los horrores de una guerra que luce interminable a los ojos de sus víctimas y victimarios. Por esta razón, a veces tengo la impresión de que estamos condenados al destino del uróboro – quien engulle su propia cola inútilmente-, y que nunca se acabará este conflicto armado. Repitiéndose así la misma historia en nuestro pasado, presente y futuro.
He pintado el panorama de forma de muy pesimista, pero es difícil no hacerlo cuando personalidades como el ministro de defensa, Diego Molano, afirman que el Estado “no tiene responsabilidad de restituir los derechos, ni responsabilidad de responder” por los “jóvenes reclutados y convertidos en máquinas de guerra”. Resulta irónico que el ministro sea exdirector del ICBF.
Sin embargo, no es inusual este tipo de actitudes en personas que se lucran de perpetuar el conflicto. Lo más probable es que piensen que bombardear a los jóvenes sale más barato que invertir en ellos, pero precisamente es ahí donde se genera el problema: en el abandono de la juventud. Es evidente que olvidan quiénes son aquellas bajas que orgullosamente anuncian en los medios de comunicación. Aunque aquellas sean las verdaderas víctimas, bajo una mirada miope son simplemente los enemigos del Estado y los objetivos a eliminar.
De esta forma, los niños han sido víctimas no solo de los grupos armados, sino también de un Estado que se desentiende de su situación de vulnerabilidad y que no parece comprender que Colombia no puede salir bien librada de este conflicto si continúa acribillando a los jóvenes que son su propio futuro. Después de todo sería incoherente afirmar que la forma de proteger a los jóvenes es matándolos, pero ese es el mensaje que transmiten esos bombardeos.
Asimismo, los jóvenes que no han sido reclutados conocen los estragos del conflicto armado. Más de 2’300.000 niños y adolescentes, víctimas del desplazamiento, violaciones, minas y demás barbaridades del conflicto. Una generación completa que ha sido decepcionada por aquello que nuestro país le ha ofrecido, que, en este caso, no sería más que dolor.
Ahora bien, yo creo que existe otro final posible para Colombia, uno donde la guerra no sea la ley. “Si ustedes los jóvenes no asumen la dirección de su propio país, nadie va a venir a salvárselo ¡Nadie!”; esta frase de Jaime Garzón ilustra la solución para cambiar el panorama descrito anteriormente. Sin embargo, ¿qué pasa cuando los jóvenes son asesinados? ¿Cómo cambiar la dirección del país entonces?
La única solución que se me ocurre es darle voz a quienes se les ha arrebatado. Por esta misma razón es que escribo esta columna, para prohibirme olvidar los crímenes que se han cometido contra esta generación y para hacer eco del malestar que muchos colombianos sentimos cuando se pisotea a la juventud. Por eso es importante que el resto de los jóvenes no nos dejemos amedrentar por quienes prefieren la violencia y no diálogo, la guerra y no la paz; porque al fin de cuentas, es nuestro país y nadie va a venir a salvárnoslo.
La esperanza es lo último que se pierde… o eso dicen, por eso confío en un futuro donde niños como Francisco Vera no sean amenazados por defender sus causas; donde no se les arrebate los derechos, ni la vida a los jóvenes reclutados por los grupos armados; donde prime la vida y no la muerte. Básicamente lo que pido es que el poema de Miguel Hernández titulado “Guerra” no traspase el papel y que cuando se pregunte: “¿Y la juventud?” nunca más se responda con “En el ataúd”.
*Estudiante
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