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Lectura: El boyerista auditivo: confesiones rodantes en Transmilenio
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CorrillosR > Blog > Opinión > El boyerista auditivo: confesiones rodantes en Transmilenio
Opinión

El boyerista auditivo: confesiones rodantes en Transmilenio

Hay un arte secreto que se aprende en las calles, o más bien, en los buses largos, ruidosos y rojos de Bogotá: el arte de escuchar sin ser visto. Lo practico todos los días en Transmilenio, donde las conversaciones privadas se convierten en espectáculo público y uno, si se concentra, puede volverse un boyerista auditivo, como lo llamaría el humorista mexicano Franco Escamilla. Aquí no se espía con los ojos, se espía con los oídos.

CORRILLOS
Última actualización: 2025/04/30 at 2:02 PM
CORRILLOS hace 2 meses
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Por: Édgar Mauricio Ferez Santander/ Uno se convierte en cómplice silencioso de secretos ajenos, en guardián de tragedias ajenas, en testigo mudo de traiciones, amores, odios y revelaciones que se sueltan sin pudor, sin notar que alguien más está escuchando. En ese escenario rodante, Bogotá se cuenta sola.

No sabía quién era Yaneth. Aún no la conozco. Pero su nombre se me quedó grabado como si hubiera sido amiga de toda la vida. Era un viernes en la tarde, estación Ricaurte. Entró llorando, acompañada de otra mujer que parecía más interesada en seguir contando que en consolarla. «Te lo dije, Yaneth. Ese man no sirve. Pero claro, tú ahí, enamorada como una boba». Y Yaneth lloraba. Lloraba de verdad, con el cuerpo entero, con esas lágrimas que uno no finge. El tipo, según entendí, llevaba meses con otra. Y ella, sin saberlo, planeando boda. Escuché cómo lo descubrió: fotos, mensajes, y la famosa «me llegó por una amiga». Yo bajé en Calle 45, pero me quedé con su historia retumbando en el pecho. Nadie debería llorar así en un bus. Pero pasa. Y pasa mucho.

Otro día, me acompañaba mi hijo. Íbamos sentados en la mitad del articulado, cuando un tipo empezó a hablar por teléfono como si estuviera solo en su sala. Era Albeiro. Se llamaba así porque la mujer al otro lado de la llamada lo mencionaba cada tanto: «¡Albeiro, no me digás eso! ¡Decime que no es verdad!». Pero sí era verdad. Albeiro le estaba contando que su novia, con quien ya hablaban de matrimonio, lo había engañado. Él había ido a buscarla una noche porque sospechaba. Ella dijo que salía tarde del trabajo, pero él, necio, fue hasta su casa. Y allí, sorpresa: ella en un trío. Lo dijo así, sin rodeos. Mi hijo me miró con los ojos redondos. Yo le hice señas para que no riera. Albeiro, sin saberlo, nos había regalado una anécdota inolvidable.

Había una mujer en la ruta H75, dirección sur, contando a otra lo que parecía una novela: desapareció una plata en su casa. Una suma considerable. Y tenía la sospecha de que había sido su hermano. «Yo no quiero pensar mal, pero es que fue justo después de que él vino». La amiga le preguntaba detalles como si fuera una investigadora: horarios, ubicación del dinero, testigos. La historia era triste porque no era un robo cualquiera: era la fractura de una confianza. En ese momento pensé que en Transmilenio uno no solo viaja, también se desahoga, se libera del peso de las palabras que no puede decir en casa.

Una historia reciente: una mujer le contaba a su amiga que había visto al novio de esta con otra. «Yo no te quería decir nada, pero lo vi, allá en la otra cafetería, con una vieja». Lo irónico es que la otra amiga, la supuesta traicionada, estaba a pocos metros, escuchando todo. Yo lo supe porque la vi levantarse y decir con rabia: «¿Así que en la otra cafetería, ah?». Se armó un pequeño escándalo. Gritos, acusaciones. La gente miraba, pero fingía que no. Yo seguí escuchando, como siempre, con la cara tranquila y el oído atento.

No hay día en que uno no escuche algo. Historias de celos, de plata prestada, de jefes odiosos, de embarazos inesperados. En Transmilenio, cada articulado es una cápsula de confesiones. La gente habla como si la ciudad no escuchara. Pero la ciudad escucha. La ciudad somos nosotros. He escuchado mujeres organizar peleas por teléfono, hombres llorar por mensajes que no llegan, adolescentes contando estrategias para copiar en el ICFES, señoras hablando de la vida sexual de sus hijos. Todo se dice. Todo se comparte. Y uno, con disimulo, va recogiendo esas perlas de lo cotidiano.

A veces pienso que lo que más me gusta de Transmilenio no es que me lleve, sino que me cuente. Es un narrador imprevisto. Bogotá habla dentro de esos buses. Y yo, boyerista auditivo por accidente, me he vuelto cronista de esas historias que no buscan ser contadas, pero terminan encontrando oídos atentos. No es chisme. Es memoria urbana. Es literatura viva. Y mientras haya gente que hable sin medir su volumen, yo seguiré escuchando. Porque en esta ciudad, el silencio también viaja de pie.

…

*Historiador, Magíster de la Universidad de Murcia y Candidato a doctor en estudios migratorios Universidad de Granada-España.

(Esta es una columna de opinión personal y solo encierra el pensamiento del autor)

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ETIQUETADO: Bogotá, Chisme, Édgar Mauricio Ferez Santander, Equipo de Columnistas, Historias, Sociedad, Transmilenio
CORRILLOS abril 30, 2025 abril 30, 2025
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