Por: Édgar Mauricio Ferez Santander/ La historia política de Colombia está marcada por una violencia persistente y una confrontación ideológica que ha trascendido generaciones. Desde las primeras décadas del siglo XX hasta el presente, el conflicto entre sectores liberales y conservadores ha dejado huellas profundas que hoy siguen manifestándose en nuevas formas.
Durante los años de 1910 a 1947, Colombia vivió un período de relativa paz, aunque interrumpido por incidentes políticos violentos. La violencia privada disminuyó significativamente, pero las elecciones continuaron siendo foco de conflicto. A pesar de algunos avances, el liberalismo mantenía el recuerdo de elecciones manipuladas, especialmente después de 1918, cuando se intensificaron las demandas sociales y económicas. La violencia electoral era común: en las elecciones de 1914 y 1918 se registraron muertos y hechos violentos.
Los conservadores, que dominaban el poder estatal, utilizaban su posición para impedir el ascenso liberal, lo que incrementaba la frustración social. los liberales empezaron a ver la violencia como un medio no solo de protesta sino de transformación social. Así nació una visión de cambio estructural, que más adelante se convertiría en uno de los motores ideológicos del siglo XX en Colombia.
Hoy, más de cien años después, las similitudes con el presente son innegables. Aunque las guerras civiles han quedado atrás, la violencia política sigue latente, manifestándose en asesinatos de líderes sociales, amenazas a opositores y una profunda polarización ideológica. El discurso político sigue marcado por el odio, la deslegitimación del adversario y el uso de las instituciones para obstaculizar la participación democrática.
Las elecciones siguen siendo terreno de disputa. En los últimos años, Colombia ha enfrentado serias acusaciones sobre compra de votos, manipulación informativa, intervención indebida de agentes del Estado y amenazas a la oposición. Aunque la democracia formal existe, muchos ciudadanos desconfían del sistema electoral y sienten que su voto no tiene impacto real.
El panorama recuerda lo sucedido en los años treinta y cuarenta, cuando el Partido Liberal, apoyado por sindicatos y movimientos sociales, impulsó una agenda reformista conocida como “La Revolución en Marcha”. Este intento de modernización enfrentó la resistencia del Partido Conservador, que buscaba preservar el orden tradicional basado en la Iglesia, la familia y la propiedad rural. Hoy, la izquierda intenta implementar reformas sociales profundas, mientras que la derecha denuncia un supuesto avance del castrochavismo, el desorden económico o el debilitamiento institucional.
Entre 1930 y 1949, el enfrentamiento entre ambos partidos fue más emocional que racional. Los líderes apelaban a la fidelidad ciega de sus bases, radicalizaban sus discursos y cerraban la posibilidad de diálogo. Este fenómeno no ha desaparecido: actualmente, el país está dividido entre quienes apoyan a un gobierno reformista y quienes lo acusan de populismo o ineficacia. Las redes sociales, que han reemplazado las plazas públicas, se han convertido en escenarios de linchamiento simbólico.
Uno de los elementos más preocupantes es la continuidad de la exclusión estructural. Lo cual llevaba a señalar agentes del Estado que obstaculizaban el derecho al voto de quienes estaban por fuera del gobierno. Hoy, aunque el voto es universal, la desigualdad económica, la corrupción institucional y el control mediático limitan la participación ciudadana real. Las regiones rurales, los pueblos indígenas, las mujeres y la juventud popular siguen sin tener una representación efectiva.
Los estallidos sociales de 2019 y 2021, liderados por jóvenes de sectores populares, recuerdan las revueltas del pasado. Las causas estructurales siguen siendo las mismas: pobreza, falta de oportunidades, represión y desconfianza en el Estado. Como en el pasado, el uso desmedido de la fuerza por parte del Estado genera más resentimiento y profundiza la brecha entre el gobierno y el pueblo.
En conclusión, la historia de Colombia no es simplemente una serie de eventos aislados. Es un ciclo de conflictos no resueltos que se reciclan en nuevas formas. El análisis del período de 1903 a 1953 demuestra que cuando el poder se usa para excluir y reprimir, surge la violencia como única salida para los sectores marginados. El reto actual es romper este ciclo, fortalecer las instituciones democráticas, fomentar una cultura política basada en el respeto y el diálogo, y sobre todo, garantizar que el Estado sea de todos, no de unos pocos.
Solo comprendiendo nuestro pasado podremos entender el presente y construir el futuro. La historia no debe ser vista como un espejo del resentimiento, sino como una brújula ética y política que nos guíe hacia una democracia más justa, plural e incluyente, entendiendo que todo pasado es peor.
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*Historiador, Magíster de la Universidad de Murcia y Candidato a doctor en estudios migratorios Universidad de Granada-España.
