Por: Francisco García Acevedo/ El año pasado se puso de moda en Twitter el hashtag #SigamonosLosBuenos, dizque con la intención, según decían sus promotores, de unir al país en contra de «los malos» —o sea, los uribistas y todos los que no apoyaran la tendencia, tildados también de uribistas en varios casos—. La idea tuvo su origen en Urías Velásquez (@Uriasv), promotor principal desde entonces, y aun hoy, con su nueva versión, #SigamonosLosBuenos2020, esta sigue teniendo gran acogida entre muchos usuarios que se identifican como «los buenos».
Con la entrada en vigor de Matarife, un genocida innombrable, la serie de Daniel Mendoza (@ElQueLosDELATA) que la revista Semana, en su portal, definió como «un documental de 50 capítulos sobre las leyendas negras creadas alrededor del expresidente Álvaro Uribe», la tendencia de #SigamonosLosBuenos2020 se engrandeció, y ambas iniciativas encontraron acercamientos, evidenciados en un trino de Velásquez del 24 de mayo: «@ElQueLosDELATA con #Matarife y yo con #SigamonosLosBuenos enloquecimos la red. Eso no lo perdonan muchos que viven de la envidia. Pero lo importante es que ambos movimientos estan (sic) dirigidos a lo mismo: abrirle los ojos al país sobre la delincuencia uribista. Fin del comunicado», que a su vez fue reposteado por Mendoza con el comentario «Urías es un referente protagónico de esta revolución conceptual».
Puesto en contexto el lector, procedamos a observar los hechos con un ápice de detalle. Llama la atención, en primer lugar, el moralismo equívoco y ligero de alguien para incluirse a sí mismo dentro de un grupo llamado «los buenos». ¿Quién sino el que se cree dueño de la moral cree tener alguna potestad para decidir que —o para juzgar que— alguien es o no «bueno»? ¿Quién, además del contumaz que nada ha visto, podría decir que quienes no comparten una iniciativa suya «viven de la envidia»? ¿Quién, aparte del que desea ganar popularidad en redes sin invitar a la pregunta ni a la introspección, se ufana de «enloquecer la red»? El lector juzgará.
Ahora reparemos en el título de la serie de Mendoza —quien se hace llamar «el Delator»— y pensemos, por lo pronto, en qué es un «matarife». Andrea Salgado lo ha definido perfectamente, en una publicación de Facebook: «En la cadena de la producción de la carne, el matarife, aunque se encarga de matar las reses, no ocupa ninguna posición de privilegio. Está por debajo del ganadero que es el dueño de la finca, por debajo de los que negocian con las reses, por debajo del carnicero que se lucra de la venta. Es un pobre hombre encadenado a su oficio que mata mecánicamente una res tras otra, siempre sumergido en sangre y mugidos de dolor». ¿A Uribe le encajaría, entonces, la metáfora de «matarife»? Desde luego que no. Un punto menos para Mendoza.
En el mismo sentido, ¿sería preciso decir que Uribe es un «genocida innombrable»? No: no es un «genocida» (sí un asesino, un masacrador y un criminal, entre otros), ni mucho menos es «innombrable» (¿desde cuándo el nombre de Uribe es abscóndito, y pronunciarlo se ha convertido en tabú?). Mendoza, de nuevo, desacierta con sus apelativos, así como al denominar a Velásquez «referente protagónico de esta revolución conceptual» (¿cuál «revolución conceptual» si ni siquiera conocen los conceptos de «bueno», «matarife», «genocida» e «innombrable»?).
Y lo increíble del asunto no es nada de eso. De hecho, ni siquiera es tan sobrecogedor que haya inexactitudes semánticas en la serie —las hay todo el tiempo en lo que publican y dicen en medios los autodenominados «periodistas»—, pero sí que quienes dicen oponerse a Uribe y a todo su movimiento ataquen a aquellos que controvierten de algún modo la calidad de cualquier cosa que se haga en su contra, como ha ocurrido con quienes no han encomiado Matarife. Mientras se precian de denunciar, en un extremo, la desigualdad, los crímenes o la intolerancia de los uribistas, atacan con vehemencia, en el otro, a los que no se adhieren ciegamente a la idealización colectiva de unos estándares que, para ellos, son intocables.
No habrá un movimiento progresista colombiano consolidado si no se piensa este, en primer lugar, como un movimiento intelectual. Y el principio de cualquier entorno en que primen las ideas es la discusión, que no destruye —como algunos quieren hacernos creer— sino que reinventa. Del diálogo y la crítica surgen las voces colectivas más impresionantes; del intercambio de saberes y la escucha del otro se generan las bases más robustas.
Quien juzga Matarife o cualquier bobería ramplona como la de #SigamonosLosBuenos por su falta de substancia y su poca cercanía con la reflexión no es uno de «los malos», ni es uribista, ni tampoco tibio. Cuestionar incluso aquello que podría representarlo a uno por afinidad ideológica o proximidad ética es, contrario a lo que se cree, permanecer fiel al principio de la verdad: es pensar como individuo y no como tribu. Son libres, en efecto, solamente quienes piensan por sí mismos, quienes se adhieren a la única verdad absoluta e inagotable: su propia criticidad.
El movimiento progresista debe entenderlo. Todos —los que esperan ver mucho en Matarife y los que no ven en él más que periodismo sensacionalista— deben hacerse a la idea de que la reciedumbre de cualquier colectividad estriba en su diversidad. Y esa diversidad incluye, naturalmente, la multiplicidad de voces que, aunque discordantes, caben en un mismo lugar y tienden a un mismo fin.
*Ingeniero de Petróleos y profesor de Literatura
Correo: fjgarace@uis.edu.co
Twitter: @fjgarace
Facebook: Francisco García Acevedo