Por: Diego Ruiz Thorrens/ – ¿Tinto? ¿Dulces? ¿Un cigarrillo, mi negro?
– Véndame un tinto, madre. Si es tan amable, uno doble.
Doña Miriam* es una mujer que lleva muchísimos años trabajando como informal, vendiendo tinto, perico (café con leche) chocolate y pan con mantequilla desde tempranas horas de la mañana, deambulando por las calles y los parques del centro de la ciudad de Bucaramanga.
Su día inicia a partir de las 3:30 am. Después de alistarse, comienza lavando y posteriormente enjuagando los termos que serán rellenos de las bebidas calientes. Doña Miriam es una mujer menuda en estatura, de contextura delgada, una mujer que no permite que nada la detenga, ni la artritis, ni el mal clima que pueda estar haciendo afuera. Tampoco depende económicamente de alguien, ni siquiera de los hijos que la vida le hizo parir.
“En el campo parí 4 (hijos). Todos varones. Dos me los quitó la guerra, el otro se fue lejos y el menor a veces se viene a vivir conmigo”. – ¿Cómo así ‘a veces’, mi vieja?, le pregunto. – Se queda conmigo cuando la mujer no se lo aguanta, cuando no tiene trabajo o cuando se enferma, me responde ella.
Recuerdo que en el centro de la ciudad todo el mundo la (re) conoce: yerbateros, carniceros, alcohólicos, putas y policías, hasta los habitantes de la calle, jueces, abogados, formales y otros informales. Digo “recuerdo”, porque ahora muchas de las calles se encuentran semi – vacías.
Me comenta que hasta mediados del mes de febrero hubo movimiento, ósea, “tuvo ventas”. En cambio, en las últimas semanas, especialmente en los últimos 3 meses, los días han sido “muchísimo lo malo”, ósea días oscuros. “Si no salgo no hay trabajo, sino trabajo no hago plata y sin plata no hay comida ni manera de pagar recibos mijo. Sencillo”, me contesta.
Doña Miriam es una mujer mayor, entre los 65 o 70 años de edad. La vida y la calle, el dolor y la soledad han impactado su rostro, luciendo muchísimo más mayor.
Va cayendo la noche. El día no estuvo malo sino pésimo. “Hoy las ventas estuvieron flojas, no recuperé ni la mitad de lo invertido”. Su expresión es de resignación.
Cae la noche. En otro punto de la ciudad la Madre Johana*, lideresa de las mujeres trans trabajadoras sexuales comienza a saludar a las pocas chicas que van arribando. La madre espera que cada mujer vaya a saludarla, luego conversa con sus “hijas” (otras mujeres trans trabajadoras sexuales con las que comparte su hogar). Finalizada la revisión, se retira del lugar.
Semanas atrás hubo momentos donde prefería quedarse hasta tarde, entrando la madrugada, atenta a sentir el hedor de la violencia que se aproxima cuando ellas se encuentran en el lugar: no faltan los jíbaros, policías, incluso extraños que deciden buscarles disputa, insultándolas, diciéndoles nombres, a veces golpeándolas.
Por eso, la madre es sabia y conoce mejor que nadie, en medio de la oscuridad y de la aparente soledad de las calles, el movimiento de la gente.
A varias cuadras de allí me encuentro a “la negra”. La negra es una mujer gigante, de espalda ancha y piel color canela, siempre sonriente. Me recibe con un abrazo.
La negra es una mujer de ojos color azabache, profundos y amplios, aunque con una ligera expresión de tristeza y dolor. Al igual que la madre Johana, la negra debe estar entre los 55 o 60 años de edad, aunque ella sí da la impresión de ser muchísimo mayor. La piel de su rostro, quemado por el sol y por el frio de infinitas noches y duras madrugadas callejeras, luce resquebrajado por el hambre y la incertidumbre que genera el no haberse hecho ni un quinto, “ni siquiera para lo del cigarro”. La negra ha sido trabajadora sexual durante más de 40 años, más de la mitad de su vida.
– “Ahora es más común salir de aquí sin un solo peso, ni siquiera para lo de un bus. Mire mijo, a nosotras nadie nos ayuda, mucho menos nos dan una oportunidad de trabajar así sea barriendo las calles de la ciudad. Todo son pruebas para el SIDA (le corrijo que son pruebas para VIH) y condones, pero nunca nos preguntan si tenemos para comer o si estamos bien de salud. Ya estamos viejas y por eso a nadie le importamos”, me dice ella.
La llegada de la pandemia las golpeó abruptamente y sin compasión, mucho más de lo que la vida ya las ha golpeado. “Trabajar o morir de hambre”. La Ley (decreto legislativo 768 del 30 de mayo y decreto municipal 0214 del 01 de junio de 2020) las puede multar al ser transgresoras. Sin embargo, no existe más opción que salir si quieren comer y pagar cuentas. Deben salir.
Doña Miriam, la Madre y la Negra, al igual que muchísimas mujeres en Santander, son mujeres invisibles: invisibles, para los ojos del Estado. Invisibles, totalmente desprotegidas, cuando el mazo de la violencia cae sobre sus cuerpos por parte de algún uniformado. Invisibles, para todos los demás que las ven deambular y que fácilmente olvidarán de su existencia.
Mujeres invisibles que en vez de emerger como población en contexto de vulnerabilidad y ser las primeras atendidas en medio de la pandemia, la crisis ha terminado de sepultarlas en el olvido de lo cotidiano.
Son vidas dolorosas: mujeres que parecieran únicamente existir gracias a una cédula extraviada, un documento, aunque a veces ni siquiera sus nombres o como ellas identifican parecieran contar.
Son mujeres que mucho menos conocieron qué era pensionarse, o que en sus vidas han recibido atención en salud de calidad. No existen ni en el SISBÉN ni en ningún otro programa del Estado (Familias en acción, Unidad de Víctimas, programas para la Tercera edad, Cabeza de familia, LGBTI, etc.) y que, en tiempo de cuarentena, tampoco recibieron ningún tipo de apoyo.
Doña Miriam me pregunta sobre “esos mercados”. – ¿Las ayudas del Estado?, le pregunto. – “Esos mismos”. Le digo que no sé, pero escuché en las noticias que la Alcaldía venía entregando algunas ayudas. Me pregunta que en dónde hay que ir o a quién preguntar, lo cual no puedo brindarle una respuesta satisfactoria.
“Si el gobierno le va dar ayudas a esos que ganan millones, ¿por qué no nos podrían dar una manito? Una ayudita de esas me serviría muchísimo, mijo”. Entiendo que cuando habla del “gobierno” se refiere en especial a un senador que dijo que ayudaría a famosos cantantes vallenatos como Dangond, “personalidad” que, por concierto, puede ganar hasta 60 millones de pesos.
La permanente sensación de tener las manos atadas y no identificar cómo ayudarla no desaparece de mi mente. Sólo espero, anhelo, añoro, que el escenario de post – pandemia sea mucho más generoso con ella, con ellas, con cada una, y que el Gobierno local y departamental no se olvide de Mujeres como ellas, invisibles.
*Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y Gestión de la Transición del Posconflicto de la Escuela Superior de Administración Pública – ESAP Santander.
Twitter: @Diego10T