Por: Yessica Molina Medina/ Las últimas elecciones estadounidenses mantuvieron al mundo en vilo por tres días. El mundo político pareció detenerse y las bolsas se sacudieron mientras en Estados Unidos contaban votos y esperaban los que llegaban por correo. A esto se le sumó que desde el miércoles, muy temprano en la mañana, el presidente candidato Donald Trump empezó a hablar de fraude y de demandas contra la elección, como si ya supiera que iba a perder su reelección.
El mundo de nuevo presenció ese sistema de elección tan extraño para los demás: los votantes eligen qué candidato gana en cada Estado, cada Estado otorga votos electorales y quien alcance 270 de estos es presidente. Quedó demostrado que este sistema, así sea el de una gran potencia democrática, no es perfecto: hay dudas sobre su equilibrio (puede ganar el candidato que tenga menos votos reales), el voto por correo causó muchas dudas y las denuncias de fraude del propio presidente Trump le restaron credibilidad.
Por otro lado, quedó claro que Trump mantuvo una buena cantidad de seguidores en su país, millones de norteamericanos que creen que su gestión económica fue buena y que salvó empleos, especialmente en medio de una pandemia que paralizó la economía mundial y que mantiene al mundo en crisis por el rebrote. Quienes votaron por la reelección de Trump también se identifican con su discurso proteccionista en materia económica, de inmigración y en sus relaciones internacionales.
Pero también es cierto que la mayoría no se identificó con su discurso radical y agresivo. Tal vez le cobraron su postura fuerte antiinmigración y sus salidas, para muchos, racistas. Le cobraron su beligerancia en varios temas, su poca capacidad empática y la ausencia de carisma en todos los escenarios. Muchas veces se vio como un hombre descortés y petulante, más interesado en su imagen que en su país.
Muchos otros le cobraron su postura frente a la pandemia de COVID-19, que al principio fue negacionista, y si bien con el pasar del tiempo y el aumento de los contagios fue dándole mayor importancia y aceptando la necesidad de establecer restricciones y protocolos de bioseguridad, nunca fue su preocupación central y se enfocó en salvar la economía ante esta crisis sanitaria.
A esta figura se enfrentó Joe Biden, un hombre de apariencia caballerosa y serena, un político tradicional que no asusta a nadie (ni a los inmigrantes ni a las bolsas ni a Europa ni a China) porque su discurso es conciliador, de unión y respeto. Queda claro que los estadounidenses prefirieron el perfil sereno y políticamente correcto frente al perfil outsider, tan escaso en la seria política de la potencia del norte.
Finalmente, Colombia también recibió su lección: la relación del país con su gran aliado está por encima de quien ocupe la Oficina Oval de la Casa Blanca. Es cierto que un presidente demócrata suele tener más exigencias en cuanto a derechos humanos y protección de líderes sociales, por mencionar dos ejemplos, pero la importancia de Colombia como aliado en la región seguirá siendo la misma. Así que los políticos nuestros no deberían manifestar sus apoyos por uno u otro.
Después de una compaña de pocas propuestas, veremos qué pasará en los próximos cuatro años, época que, esperamos todos, sea de recuperación después de este traumático 2020.
*Master en comunicación estratégica, profesional Comunicadora Social- Periodista, asesora política y relacionamiento público y experta en marketing político.
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