Por: Javier Orlando Acevedo Beltrán/ Bucaramanga, la Ciudad Bonita, capital de Santander, la ciudad de los estudiantes, aquella en la que tuve la oportunidad de realizar mis estudios de universitarios, una ciudad mágica, un municipio donde el clima es aún piadoso, donde la fama de bravos que tenemos los santandereano se queda mimetizado ante un “mijo cuente conmigo pa’ las que sea”, esa ciudad que muy a pesar del incremento de la percepción de inseguridad , pero que aun así, la gente sale a las calles confiados y fue en una de esas caminadas confiadas por las calles donde tuve que presenciar algo horrible, humillante, nauseabundo y decepcionante.
Hace unos meses salía de la Clínica San Luis, un poco ansioso y desconcertado ante el posible nacimiento anticipado de mi primer hijo (esa es otra historia), a las doce del mediodía, cerca de las antiguas instalaciones de Ecopetrol, cuando de pronto observé una mujer indígena, me causó mucha curiosidad porque tenía una niña de unos 5 años sentada al lado de ella y en sus brazos tenía una bebecita, la cual inmediatamente hizo acordarme de mi situación y de mi bebe en camino, la madre se quedó mirándome con la cara deshojada por el sol, arrugada a pesar que se notaba que no tenía más de 30 años, con los labios resecos y por supuesto cuarteados.
A pesar de ello, tan pronto me vio, me sonrió y me dijo: “Me puede regalar algo para comer”, me revisé los bolsillos y encontré dos monedas de mil pesos o “morrocoyas” como la llaman los limpia vidrios en los semáforos, entonces sin dudarlo se los di, volvió y me dijo con una notoria y precoz felicidad: “Gracias señor, muchas gracias Dios le multiplique”. Entonces les mostró las monedas a las niñas sonriendo como quien muestra un trofeo después de ganar un campeonato, luego paré un momento y le pregunté ¿Cómo haces para vivir? ¿Dónde duermes? Entonces me dijo: “patroncito yo vivo de la misericordia de Dios y de la gente, no puedo trabajar porque no tengo quien me cuide mis hijas, el papá de ellas no volvió a aparecer y debí salir a las calles, a veces podemos comer, a veces no” -continuó diciéndome- “también le cuento que tenemos unos albergues donde nos quedamos todos en una pieza”.
Asumo que hace referencia a otros indígenas escuchar esto me rompió el corazón, no acababa de decirme eso cuando llegó un señor de unos 70 años muy bien “pinchao”, con corbata y un quepis, un señor con un aire al típico cachaco rico, de inmediato se acercó a donde estaba la señora y le dijo: “Váyase de acá, usted no puede estar acá, me está ensuciando el frente de mi casa”, haciendo referencia a un vaso plástico donde tenía agua para las niñas y un paquete de galletas vació que tenía la niña a su costado, enseguida me quedé viéndolo, perplejo de semejante atrocidad, entonces con respeto por estar hablando con un señor de avanzada edad le dije “Disculpe señor, pero ¿no cree que es injusto lo que está haciendo?” -entonces me respondió- “injusto acolitar la vagabundería, no sea sapo”, ante tal respuesta le respondí un poco aireado “¿Acaso usted compró la calle? Ella se puede quedar acá porque el espacio público no es de nadie y ella no le está haciendo nada a nadie”.
El viejo decrépito -perdón por la expresión, con su bastón golpeó el vaso y el empaque de galletas y dijo: “Y entonces está mierda ¿Quién la recoge? ¿Usted sapo?” Enseguida anunció que llamaría a la policía, la cual está tan sólo cruzando la acera y cumpliendo con su amenaza fue y puso la queja ante el CAI. Me quedé ahí sentado por si venían a sacarla, para así olvidarme de mi cultura ciudadana y mandar a comer estiércol al señor y a quien viniera a molestar a la señora, entonces, ella me dijo llorando: “Patroncito tranquilo, ya estoy acostumbrada, yo me voy de acá, no quiero problemas”. Mientras decía eso, las niñas lloraban, creo que estaban asustadas, mientras se levantaba y cogía de la mano a su hija le ayude a tener a su bebé de brazos, fue imposible contener las lágrimas, aun escribiendo esto no puedo contenerlas.
Yo le repetí que se quedara ahí, que yo la defendería, pero ella decidió irse, verla caminar sin plata, humillada, con dos niñas tan pequeñas y con un sufrimiento evidente, sin rumbo fijo, me hizo olvidarme de lo linda que es Bucaramanga, todo porque un oligarca insensible no soporta ver la pobreza al frente de su casa, está es Colombia, donde la indolencia está a la orden del día, esta es Bucaramanga, donde gastan astronómicas cifras de dinero en política, donde se roban el alimento de los niños y cobran millonadas por este, donde los golpes y los insultos son “normales”, donde algunos dirigentes roban sin piedad y las migajas se las dan al pueblo, donde algunos se mofan de ser multimillonarios pero no les importa ver la gente muriendo de hambre en las calles porque su cédula no es del departamento o del país y otros personajes gastan millones en ferias y fiestas, si tan solo ese dinero se usará ayudando a los pobres que en cosas tan “tontas”, esto es en lo que lamentablemente se está convirtiendo la “Cuidad Bonita”.
Los invito a reflexionar y ayudar a los demás y recuerden que “hoy por ti, mañana por mí”.
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