Por: César Augusto Almeida R./ 10 de la mañana y estoy en la cafetería Oasis frente al pequeño parque amazónico de Chima, en Santander.
El viento frío que fluye como una inundación por calles, carreras y zaguanes, le saca nata a mi café con leche. Es leche de veinticuatro kilates, pura, traída directamente de las veredas; leche sin conservantes ni deslactosada porque a este pueblito enclavado en la serranía de los Yariguíes no llegan esas bolsas marrulleras, sin crema, de las tantas marcas que saturan tiendas y supermercados en pueblos y ciudades.
El sol de Chima, que deja ver su imagen y su esplendor apaciguado muestra su nariz por entre las nubes que amenazan con un chubasco a las siete de la mañana cuando las iguanas perezosas están desayunando hojas de distintas tonalidades de verde del pequeño bosque que deja pasar tacañamente escasos rayos de luz.
Desde la silla callejera de la cafetería alcanzo a ver a una vieja gallina solitaria que deambula por entre las mesas, impávida, rebuscando moronas de empanadas, papas y demás sobrantes que los degustadores mañaneros dejan caer sin notarlo. Esa gallina inmensa de plumas grises a quien bauticé Josefina, pasa el día a día como el judío errante vagando por entre los prados refrescantes, por los cortos pasajes entre los escaños de madera y William y Daniel quienes atienden la única cafetería del entorno me responden con risas cuando les comento que Josefina debe haber sido la única mascota que una administración municipal haya tenido en la historia de Colombia.
La luz mañanera que me tibia el ánimo me da la bellísima impresión de que el sol en Chima no sale todos los días por la misma parte.
A las cuatro de la tarde empieza a decaer, a buscar su refugio tras el cerro de Pan de Azúcar y su resplandor de un amarillo indescifrable se refleja sobre las paredes blancas y los viejos portales azules y verdes.
Las calles de adoquines de piedra, grises y solitarias, se hacen las desentendidas, indiferentes ante este paisaje para ellas cotidiano lo mismo que para Alejandrito Rodríguez, mi nuevo amigo a quien enfrento con mi nueva visión.
Alejandrillo pillo, ¿usted ha visto esta imagen siempre u otras veces la ha visto diferente?
Se pone las manos en las mejillas, los codos sobre la mesa y me responde sarcástico: ‘pues hace millones de años que la he visto siempre igual’.
‘En este pueblo no hay ladrones’
Queda bien direccionado este intertítulo con el nombre de un cuento de García Márquez. En la historia se justifica que, aunque el sujeto se robó las tres bolas del único billar del caserío, las devolvió.
En Oasis, donde venden una avena tan espesa que parece una sopa fría que nos refresca el espíritu, ahí, en sitio tan privilegiado ubicado junto a las escalas que conducen al atrio de la iglesia la Inmaculada Concepción y nos abre nuestro gran angular visual para observar el lento crecer de las palmas del parque que van a medio camino, hay dos mesas con parasol y ocho sillas opacadas por el tiempo. Cuando cierran el lugar quedan afuera al vaivén del aire nocturno y a la luz de la luna y al día siguiente están ahí tan descansadas y desperezadas con su inamovible quehacer. No hay dueños de lo ajeno en esta tierra sagrada.
En ‘Tres Rosales’
Don Joselín, quien tiene una tienda de mañanas solitarias me recomienda el restaurante Tres Rosales para que vaya a degustar su variado menú.
Abajo del Banco Agrario y sobre veinte metros de lajas desniveladas está este sitio generosamente amplio donde conseguí una carne oreada hecha como mandan los ortodoxos cánones de nuestra gastronomía: capón de res abierto en una sola lonja, en una sola pieza. Se sala, se engruda con panela molida y se expone al sol colgada en alambres durante tres días. Se reseca hasta volverse una lámina dura como una teja de barro, pero esa tesitura semisalvaje le deja una estela de sabores agridulces después de que se hornea, se asa al carbón o se frita. Escogí el carbón y picada y no creo que esta exquisitez provinciana se consiga en París en un establecimiento de cinco estrellas Michelin.
Robinson, un chico de nueve años que me llevó hasta allí, se toma un jugo de naranja con unos bocados que le ofrecí. Cuando sale noto que es tan delgadito como un palillo disecado. Extraño porque al día siguiente me lo encontré con su uniforme escolar y me contó que había almorzado en el restaurante de su escuela.
¿Y ahora para dónde va?
Para El Guamal donde queda la finca de mis papás y allá vivo y queda cerca. Hoy hay sancocho de gallina.
¿Va a almorzar otra vez?
Pues sí porque yo soy el que les echo el maíz en las mañanas y saben a rico.
Se aleja empedrado arriba con su figura menuda y me quedo pensando que si Robinson no pasara con sus dos banquetes diarios a mediodía, ya hubiese desaparecido.
Don Joselín
Don Joselín es un señor rutilante de vida con un aspecto pleno de bonhomía que después de destazar una pierna de res la pone en una vitrina refrigerada en un local adjunto a su tienda de cervezas y luego se recuesta en un amplio sillón a esperar la caída de la tarde. Doña Miriam, su mujer, también ayuda en la atención a los clientes que se llevan la carne seleccionada en trozos suculentos.
Un perro del vecindario se planta frente a la nevera mostrador a observar los filetes jugosos. Don Joselín se levanta y con su jocosidad de siempre lo ahuyenta: ¡Para afuera, Firulais..! ¡Si quiere carne deje la pereza y váyase a cazar un armadillo..!
Cuando don Joselín se cala su sombrero alón es porque se va a rondar su ganado en su finca cercana.
Chima, en la provincia comunera, es el territorio donde la ganadería es el motor fundamental de la economía. Casi diariamente se ven alegres compadres departiendo sanamente, decantando algunos traguitos y hablando sobre sus fincas y sus progresos y negociando abiertamente con el respaldo de su honorable palabra.
Tengo once terneros para venderle, don Ernesto, listos para que los siga cebando, dice su amigo de mesa mientras saborea un sorbo de cerveza refrescante. – Están a ciento veinticinco mil pesos la arroba.
Yo sé don Emiro. Aquí no los pesamos; a mero ojo sabemos cuánto valen.
Me sirven. Tengo tres potreros desocupados. ¿Cuándo subimos a verlos y si quedamos conformes vamos al Banco Agrario y arreglamos?
Pues el viernes, puede ser. Tómese otra.
El domingo es el día del mercado que no es en un sitio fijo, sino que en varios lugares alrededor del parque se ven canastillas desperdigadas llenas hasta el borde de verduras, tubérculos, frutas y gramíneas frescas. Es extraño ese silencioso observatorio de señoras y vecinos; si acaso se oye repentinamente un cuchicheo, voces bajas negociando unas remolachas, unas cebollas, unos maracuyás. Se pasean los paisanos chimeros muy lentamente por entre el poco mercado dominical.
‘Es que por aquí casi de todo tienen en las casas’, me dice al oído doña Magaly Cala, que prepara unos chorizos artesanales que los italianos llamarían ‘bocatto di cardenale’.
El regreso
Jueves seis de la mañana y salgo del hotel recién inaugurado, un completo relax de encantamiento y con un nombre justo: Bello Atardecer.
En las noches se amplía la sonoridad de las lluvias arreciantes de furia que se aplacan a los tres minutos y vuelven con su estruendosa música metálica. Voy al parque a esperar el bus que viene de Contratación. Sobre la calle hay una pareja de pajarillos que están en plan de recolectar materiales de construcción para su nuevo hogar a donde pronto llegarán unos huevecillos que alegrarán el ambiente familiar. Les digo adiós con la mano.
En el bus me ataca la nostalgia por el cariño que me apegó a este pueblito de ensueño, a su gente afable, servicial, querendona. La vía no me recibe muy bien y pareciera que estuviéramos transitando sobre un terremoto en su máxima activación. Sobresaltos brutales y sacudones continuos. Las hermosas montañas que nos acompañan en el trayecto apaciguan en mucho este trajinar. Es una selva de senderos vivos.
Retrocedo la película y vuelve a mi ánimo el recuerdo de este pueblito de 303 años de vida soleada con su encanto de sus bellos atardeceres.
Tengo la esperanza y el deseo vivo de regresar pronto a su tibio arrullo.
…
*Periodista