Por: Juan David Almeyda Sarmiento/ Si de algo sirvió el virus fue para que salieran a la luz todos los problemas que el sistema tenía desde antes de que la Covid-19 se extendiera por el mundo. El hecho de que las personas no puedan dejar de trabajar un mes sin que las economías del hogar se destruyan, a saber, que las deudas consuman la vida de quienes no pueden pagarlas por la reorganización de prioridades que la pandémica provocó (que muchas veces terminaba con la disyunción entre: comer o pagar al banco), habla mucho del modo en que el orden social, político y jurídico entiende a sus ciudadanos.
El reclamo que equivocadamente se hace a los gobiernos (que por culpa suya y del virus no se ha podido trabajar) se fundamenta en la necesidad de negar el vínculo entre aquello que han defendido rotunda y constantemente antes (el sistema) y la crisis económica actual que sufren no solo las economías del hogar, sino la economía misma del Estado. El sistema ha producido una serie de desigualdades estructurales que son consecuencia de la aplicación de un modelo inhumano en el que se concibe al ciudadano como un consumidor de deuda.
La prioridad de salvar los bancos no es otra cosa que la muestra del desinterés político y económico hacia los mínimos que se conciben a la hora de pensar al otro que habita más allá de mis intereses. El dinero destinado a salvar al colectivo empresarial no se pierde, no se redistribuye o es víctima de astutos métodos de sabotaje; por el contrario, son directamente consignados y nunca más se vuelve a saber de ellos.
El caso Avianca es un ejemplo de primera mano, no existe una relación que una a esta empresa con Colombia, más allá de un pasado que ahora es más lejano e impropio que la misma marca hoy en día, y aun así se le destina dinero para su salvamento (no es por conserva los empleos, la aerolínea ya retiro a la mayoría de sus empelados cuando cerraron El Dorado).
Aun así, con todos los indicadores de extremo interés por el colectivo empresarial que por el debilitado ciudadano del día a día, el sistema se presenta como un factor a ser defendido. No es que la gente quiera trabajar, es que el trabajo totalizó la vida y, de no hacerse, el individuo se condena a la pobreza y a la indigencia.
No hay una virtud en e trabajo, no es una forma de realización personal o un deber que ligue de alguna forma las funciones laborales con un goce patriótico que permita soportarlo, lo que hay detrás de cada empleo es una ferviente necesidad por no morir de hambre, algo que destruye el tejido humano que recubre el trabajo.
La pandemia demostró que el ciudadano promedio no está preparado para soportar el peso del sistema actual, existe una delgada línea que separa el statu quo de una catástrofe mundial en la que la principal víctima es él. Trabajar, en el postcoronavirus, se reduce a una lucha abierta por conseguir un empleo y en ser pagado.
Exigir, aunque sea permitido, no será una posibilidad, ya que el trabajo se sacraliza a la vez que se seculariza, es decir, se debe de estar agradecido con lo poco que se tiene, porque bien podría no tenerse nada. Sin embargo, lo que no se dice, es que realmente no se tiene nada, el trabajo está ahí para pagar deudas, no hay un disfrute, la mera vida que nace de este trabajo para y por la existencia hace que el ser humano no sea más que objeto de consumo económico.
*Filósofo.
Twitter: @JDavid_AlmeydaS
Correo: juanalmeyda96@gmail.com