Por: John Jairo Claro Arévalo/ El 28 de octubre, a tres días del día de las brujas o Halloween, saliendo del trabajo entré a una cafetería a tomarme un tinto. No había ese sol inclemente como de costumbre, el cielo estaba gris como con ganas de llover, corría una rara brisa fresca que movía las ramas de los árboles, el transitar de la gente se hacía más rápido, quizás por las ganas de irse a casa a encontrarse con los suyos a compartir el almuerzo en familia.
Alrededor de donde estaba, algunos almacenes de ropa se abastecieron de mercancía con motivo del día de Halloween y aunque no con la misma euforia de los años anteriores por motivo de la pandemia, la gente compraba sus disfraces para compartir con sus allegados en casa y unos cuantos dulces para regalarles a sus hijos, nietos y sobrinos.
Como a media cuadra de donde yo estaba, divisé la presencia del alcalde, el gobernador, los concejales y los diputados, que estaban visitando las ciclorrutas y tomando atenta nota sobre ellas. Ellos aprovecharon la ocasión para saludar a los transeúntes y regalarles unos caramelos, ya que para prevenir la propagación del Covid-19, según los expertos de la alcaldía y la gobernación, habrá toque de queda y ley seca, este sábado 31 de octubre, día de las brujas.
Me causó curiosidad que a esa gran comitiva gubernamental la acompañaban algunos contratistas, los que ganan entre seis y diez millones de pesos de honorarios, quienes llevaban gorritos algunos y/o la cara pintada como de brujitos y brujitas, en cambio el alcalde, el gobernador, los concejales y los diputados, vestían informalmente, con ropa de calle, es decir, estaban disfrazados de honestos, ese era el único día para lucir como tales, porque el sábado no se podía por el toque de queda.
Pasada esta juerga politiquera, que duró como media hora aproximadamente, toda esa catorcera de políticos, se fueron y bajaron sigilosamente a pie por la calle del comercio, todo retornó a una aparente calma, porque, insisto, el día estaba como raro, el clima, el ambiente, veía la gente acelerada, pero bueno, son chocheras mías, dije para mis adentros.
Ya para el segundo tinto, antes de volver al trabajo de nuevo, veo que varias personas pasan corriendo hacia el centro, yendo hacia la alcaldía y la gobernación, otras empezaron a preguntar qué pasaba, la señora que vendía mangos y mandarinas se le dio vuelta la carreta de las frutas, el mudo de la esquina empezó a gritarme y no le oía nada, los cieguitos que rutinariamente pedían en los semáforos, no creían lo que veían.
Ante esa ruptura de la monotonía de aquel raro medio día, pagué los tintos, pero no me alcanzaron a dar los vueltos de un billete de 20 mil pesos, porque en ese instante se fue la luz y la máquina registradora quedó trancada, “vuelvo más tarde le dije a la doña que me atendió”. Al salir de la cafetería, había un trancón de los mil demonios, los vendedores ambulantes corrían para todos lados, los semáforos se apagaron, la angustia y la zozobra se apoderaban del ambiente.
Eludiendo todo tipo de obstáculos y adversidades de ese momento logré avanzar varias cuadras hacia abajo y llegué hasta el grupo donde estaba la comitiva del alcalde, el gobernador, los concejales y los diputados, que no hace una hora estaban ojeando las ciclorrutas y repartiendo dulces, por cierto, estaban custodiados por algunos agentes de la policía.
Junto a ellos, entre todo ese barullo y desorden creciente, estaba una señora muy bien puesta y arreglada, vi que dos muchachos la abordaron y acosaron, hasta que lograron rápidamente arrebatarle su cartera, ella perdió su compostura y glamour y empezó a insultarlos: “ladrones, ladrones, me robaron la cartera”. En un acto de solidaridad, todos los que estábamos, hicimos lo mismo, a todo pulmón replicamos el mensaje, pero le agregamos varias groserías, para que rápidamente cogieran a los ladrones.
Ese clamor se regó como el fuego y la masa, el pueblo ante la trifulca y el alboroto empezó a gritar estruendosamente, ¡agarren a los ladrones, agarren a los ladrones! se armó el caos, la anarquía, se diseminó el desorden, los desmanes, la furia popular se volvió incontrolable, un policía que cuidaba celosamente a los políticos, me dio un culatazo que quedé medio privado, este hecho me obligó a buscar refugio en un local de unos paisas, de los que venden de todo a cinco mil.
Entre tanto, la turba enardecida que quería hacer justicia por sus propias manos, crecía como una bola de nieve, ante ese incierto panorama, quería salir de allí a como diera lugar, no aguantaba el dolor y me alejé lo más que pude de ese miercolero.
Ya en casa, con los ánimos apaciguados, mi señora me hizo unos pañitos calientes de manzanilla y caléndula para mitigar el dolor, luego, a las siete de la noche, nos sentamos a ver las noticias que dijeron: “el alcalde, el gobernador, los concejales y los diputados, fueron apaleados hasta el cansancio por una multitud que les dio una tunda por sinvergüenzas, por engañar al pueblo”. Son las once de la noche y todavía se escucha el eco por toda la ciudad: ¡Agarren a los ladrones!”
Inspirado en “De las crónicas de la ciudad”, de Jairo Aníbal Niño.
*Licenciado en música, artista, docente, compositor del himno de Bucaramanga, exconcejal de Bucaramanga.
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