Por: Diego Ruiz Thorrens/ En días pasados me encontraba leyendo junto a dos grandes amigas (excompañeras de Universidad) una noticia relacionada con graves denuncias realizadas por alumnas pertenecientes a la Escuela Normal Superior de la ciudad de Bucaramanga. Las menores manifestaban en sus denuncias haber sido víctimas, de forma sistemática, del acoso, agresión y violencia sexual por parte de algunos docentes de la institución educativa. La noticia era brutal, de muchísimo voltaje. Tanto mis amigas como yo nos quedamos pasmados, asombrados y sin habla por unos segundos.
La gravedad de las denuncias exponen una terrible situación de la poco hablamos en nuestro departamento y tienen que ver con los riesgos que podrían afectar la vida de muchos menores en materia de salud mental, salud sexual y reproductiva, especialmente de las niñas y las adolescentes en las instituciones educativas de básica secundaria. Este escenario de violencia de género puede ser tan brutal como el bullying o el acoso por redes sociales, donde seguramente más de un docente buscará naturalizar y normalizar la violencia para no verse inmiscuido.
Mis compañeras y yo teníamos razones para estar, al mismo tiempo, tanto asombrados como molestos. Especialmente, molestos. Para nosotros, una pregunta merodeaba en el aire: ¿cómo pudo pasar esto, en las narices de todo el mundo, durante tanto tiempo? Y con esta pregunta, una serie de planteamientos comenzaron a surgir. Sin embargo, las razones que encontré para estar entre el asombro y la molestia por la gravedad de las denuncias no compaginaban con las razones esgrimidas por mis amigas, o por las que ustedes quizás podrán imaginarse.
Me explico: La primera razón que tuve (asombro) está en el hecho que denunciar en un país como el nuestro, es todo un acto revolucionario. Sin embargo, lo que realmente me molestó fue reconocer que las denuncias, sus víctimas, eran todas menores de edad, y las denuncias no eran ni nuevas ni desconocidas por el plantel educativo. No obstante, esta era la primera vez dónde las voces de las niñas fueron tomadas en serio.
Las menores a lo largo de varios años manifestaron que venían siendo víctimas de esta horrible violencia (primer caso conocido por los medios, año 2017) y con esto, otro planteamiento me hizo sentir con implacable fuerza la realidad: el tiempo transcurrido entre la primera denuncia realizada y la última conocida. 3 años.
¿Por qué el plantel educativo tardó 3 años en escuchar las voces de las menores? Esta pregunta podría arrojarnos distintas respuestas. Sin embargo, pienso que el principal planteamiento debe girar sobre cuál es la realidad que subyace en las instituciones educativas de básica secundaria. ¿Existe una realidad que no logramos divisar y que afecta la calidad de vida de los menores en colegios públicos y privados del departamento? ¿Por qué tardaron tanto tiempo para escuchar, con la urgencia requerida, las voces de las víctimas? También deberíamos preguntarnos sobre cuál ha sido el rol o la respuesta de los colegios para enfrentar los casos.
¿Sabían ustedes que a pesar de la existencia de mecanismos y/o rutas para denunciar estos tipos de abusos y de violencias, muchos niños, niñas y adolescentes desconocen los mismos?
Luego, me encontré molesto pensando: ¿Cuántos niños, cuántas niñas y adolescentes más habían sido víctimas de acoso, agresión o violencia sexual a lo largo de 3 años? Esto me puso verdaderamente molesto. Debería molestarnos a todos nosotros como sociedad.
Mi nivel de molestia aumentó al leer las declaraciones realizadas por parte de la rectora del plantel educativo para distintos medios de comunicación, “profesional” (así, entre comillas) quien manifestó que la responsabilidad de lo ocurrido pertenecía a las víctimas, a sus padres y a las redes sociales (espacios dónde las menores interactúan con otras personas, incluyendo, algunos docentes). Esta me pareció la más perversa estrategia para aplastar a las menores, protegiendo los victimarios.
Las denuncias por acoso, agresión y violencia sexual realizadas por las niñas de la Escuela Normal Superior de Bucaramanga no es un asunto minúsculo. Expone la mediocridad del aparato educativo y las falencias judiciales/ institucionales para detectar y ponerle freno a los posibles casos de agresión dirigidas a menores de edad. Se necesita del apoyo de todos (cuerpo docente, trabajadores sociales, psicólogos…) y de la confianza y la voluntad de instituciones como la Fiscalía y el ICBF por sólo mencionar algunos. Principalmente, se necesita del acompañamiento de los padres de familia. No siempre se puede contar con ellas y ellos.
Esta situación me hizo recordar un caso que acompañé hace unos 2 años donde la protagonista era una adolescente de 16 años que cursaba grado 11 (once) de Bachillerato de una institución privada del municipio de Piedecuesta, menor que venía siendo acosada sexualmente tanto por su director de grupo como por algunos de sus compañeros de clases.
La menor anhelaba denunciar, ser escuchada. De mi parte, había dialogado sobre la situación con el ICBF, la Policía de Infancia y la Fiscalía. Sin embargo, su propia madre le repetía que era mejor quedarse callada, recordándole que pronto terminaría bachillerato y que próximamente estaría “en una ciudad mucho mejor”. El miedo que sentía la menor hacia la madre alcanzó el efecto esperado: el silencio. Me sentí maniatado, pensando que no todas las niñas y las adolescentes tenían la misma oportunidad de escapar como sí la tuvo esta menor. Que nunca debió escapar, sino denunciar a sus victimarios. Cuando me expresó que no denunciaría sentí un vacío en el pecho que no he logrado llenar con los años, y que si el ICBF llegaba a su hogar, su madre negaría todo con tal de “protegerla del qué dirán”. Qué error y qué dolor no haber hecho algo más por aquella adolescente.
Denunciar este tipo de violencia nunca será fácil, pero una vez realizado, debemos brindar protección y el mayor acompañamiento posible (psicológico, emocional, legal) a las y los menores de edad que son víctimas de una violencia que no debería tener el nivel de validación que socialmente sigue teniendo.
Debemos aprender a leer el silencio de los niños cuando callan, y a escuchar lo que sus voces nos tienen por decir cuando nos gritan.
Cuando las niñas (y los niños) levanten su voz, escuchemos. Porque no estará únicamente en juego el futuro de los niños sino también sus vidas y la forma como cada uno de ellas, de ellos, se relacionará con el mundo.
Celebremos y apoyemos a que otros menores puedan levantar sus voces. Ellos y ellas lo agradecerán en un futuro no muy lejano.
Twitter: @Diego10T