Por: Diego Ruiz Thorrens/ No existe evento más trágico que el fallecimiento o la pérdida de un ser querido. Un familiar, un amigo, alguien con quien hemos compartido. Es el instante más doloroso de nuestras vidas, momento que tarde o temprano tendremos que afrontar, así día a día evitemos pensar en ello. Perder un ser querido también nos permite sentir empatía y sobre todo respeto ante el dolor de otras personas que experimentan la misma situación.
Desde que inició la pandemia, un común denominador ha sido escuchar ininterrumpidamente sobre la muerte o el fallecimiento de un ser querido, de algún conocido o de alguien cercano a los seres que tenemos a nuestro alrededor. Las noticias parecieran querer obligarnos a recordar la fragilidad de la vida.
Muestra de ello fue la portada del periódico estadounidense The New York Times para el mes de mayo cuando publicó los nombres de más de mil víctimas (de las casi 100.000 de aquel instante) de Covid-19. El objetivo del The New York Times “era representar el elevado número de víctimas de coronavirus en EE.UU. de una forma que transmitiera la vastedad y variedad de las vidas perdidas”.
Y continua, «No eran simples nombres en una lista. Éramos nosotros», se lee en la brevísima introducción al listado.
En nuestro país, las muertes ocasionadas por Covid-19 han expuesto escenarios sociales poco explorados. O quizá no explorados en rigor, con profundidad. Uno de ellos tiene que ver con los decesos pertenecientes a personas de escasos recursos o en contexto de vulnerabilidad, vidas que llegaron a hospitales públicos del país con serias afectaciones en salud y que posteriormente fallecieron por distintas circunstancias (no únicamente por Covid-19) en completa soledad.
Estas personas no contaban con un empleo o una renta para manutención. Tampoco con una red de apoyo o una red familiar en el lugar del deceso. Éstas son muertes sin dolientes, cuerpos que literalmente quedan almacenados (a veces indefinidamente) en una nevera. El departamento de Santander no escapa de esta realidad.
En algunos territorios de nuestro país, las personas que han fallecido en completa soledad tienen posibilidad de ser enterradas en las bóvedas pertenecientes a los cementerios públicos o iglesias católicas (a excepción que la razón del deceso fuese por Covid-19). Sin la previa autorización de un pariente o tutor no pueden ser cremados. También, está el escenario dónde las administraciones municipales aportan económicamente (un porcentaje) para el proceso del embalaje, velación y posterior entierro, especialmente, cuando los allegados al difunto no cuentan con recursos económicos o provienen de otras regiones.
En Bucaramanga ninguno de estos dos escenarios sucede. A excepción de aquellas personas pertenecientes a los programas de la municipalidad (habitantes de calle, víctimas de conflicto armado, personas del programa adulto mayor y menores de edad en contexto de vulnerabilidad), no existe posibilidad de brindar sepultura a otros grupos sociales altamente vulnerables y en alto riesgo de contraer el Covid-19: trabajadoras sexuales (Cisgénero y trans), vendedores ambulantes o informales, por mencionar solo unos ejemplos. En caso de fallecimiento, sus cuerpos pueden permanecer días, semanas e incluso meses (y años) almacenados en un refrigerador.
El día 21 de abril el Ministerio de salud y protección social publicó las “Orientaciones para la disposición de cadáveres frente a la pandemia de la Covid-19”. En su página encontramos el siguiente apartado: “En principio, las orientaciones buscan que tanto el sector salud, funerario, las entidades territoriales y las autoridades locales realicen la coordinación, alistamiento y planeación, frente al manejo seguro y gestión del cadáver.”
En la ciudad de Bucaramanga, la Alcaldía de Bucaramanga licitó por un valor de $400.000.000 el contrato de “prestación de servicios para primera fase de manejo de cadáver con causa de muerte probable o confirmada por el virus Covid-19 del municipio de Bucaramanga”, contrato interadministrativo N°118 entre el Municipio de Bucaramanga y el Instituto de Salud de Bucaramanga E. S. E. ISABU.
Sin embargo, ni el decreto emitido por el ministerio de salud y protección social ni mucho menos el contrato entre la alcaldía de Bucaramanga y el ISABU están pensados en las poblaciones que han sido golpeadas económicamente en tiempos de aislamiento y cuarentena. Esto es preocupante, más cuando esperamos que el pico de la pandemia se vea traducido en un aumento exponencial de fallecidos por Covid-19.
En días pasados, fuentes de la Alcaldía de Bucaramanga me informaron que entró en ejecución el contrato que atenderá aquellos cuerpos que aún se encuentran varados en la morgue del Hospital Universitario de Santander. Debo mencionar que estos son cadáveres que no cuentan con familiares o dolientes, por lo tanto, nunca han sido reclamados.
Este contrato es un gran avance y una inconmensurable ayuda para el principal hospital público de Santander y uno de los principales del nororiente colombiano.
Sin embargo, queda el sinsabor al comprender que las poblaciones más vulnerables y/o más golpeadas por la pandemia en nuestro departamento, muchas que no cuentan con seguridad social o que sencillamente salieron en la nueva actualización del SISBEN IV (dejándoles por fuera de la seguridad de los programas de apoyo estatal) no podrán ser socorridas en caso de fallecimiento.
Aquí, se necesita de la creación de nuevos decretos y programas sociales dirigidos a los más vulnerables, garantizando, incluso en el momento de fallecimiento, el necesario acompañamiento.
Ojalá la Alcaldía y la Gobernación tomen cartas sobre el asunto. Hay que cuidar de la población que aún no ha sido expuesta al Covid-19 o que ya superaron el virus, siempre preservando la memoria y la dignidad de los que han fallecido.
*Director de la Corporación Conpázes – Estudiante de Maestría en Derechos Humanos y Gestión de la Transición del Posconflicto de la Escuela Superior de Administración Pública ESAP – Regional Santander.
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