Por: Andrés Julián Herrera Porras/ “No todo es una lección”, me dijeron en Twitter. Lo dijeron seco, sin más, como si se pronunciara una sentencia. Yo había escrito —quizá demasiado pronto, quizá con esperanza ingenua— que el atentado contra Miguel Uribe, justo después de que defendiera el porte legal de armas, ojalá nos hiciera pensar. Que aprendamos, dije. Que entendamos, por fin, que un arma no es nunca un camino, sino un atajo hacia el abismo. Pero me corrigieron: no todo es una lección.
Desde entonces, esa frase me ronda como un eco: ¿puede el dolor enseñarnos algo sin ser usado ni manipulado? ¿Hasta qué punto convertir un hecho trágico en reflexión no es instrumentalizarlo, sino honrarlo? ¿Cuándo pensar es una forma de comprender… y cuándo una forma de huir?
Lo cierto es que vivimos días en que todo se opina y nada se piensa. Las redes sociales son pólvora emocional: rápidas, viscerales, incapaces de la pausa. Pero el pensamiento requiere lentitud. Reflexionar es como caminar en medio de la niebla: solo avanzando poco a poco se reconocen las formas. Y, sin embargo, nos duele el silencio. Queremos entender. Queremos evitar que vuelva a pasar.
Miguel Uribe, precandidato presidencial, sale a hablar en favor del porte de armas y minutos después es víctima de un ataque armado. El absurdo es brutal. No por lo que se le desee —jamás debe celebrarse la violencia, venga de donde venga—, sino porque el hecho parece encerrar una ironía cruel. Como si la realidad hubiese querido subrayar el mensaje: las armas no distinguen ideologías. Las balas no tienen conciencia ni lealtades.
Albert Camus decía que el absurdo nace cuando el anhelo humano de sentido choca contra un mundo que se muestra indiferente. ¿Cómo no ver el absurdo aquí? Pero el absurdo también es oportunidad: si el mundo no habla, somos nosotros quienes debemos darle palabra, darle forma, darle dirección. Eso, precisamente, es lo que hace la filosofía: preguntar sin descanso en medio del caos.
No, no todo es una lección. Hay dolores que apenas cicatrizan, tragedias que no se explican sin caer en el morbo o la condescendencia. Pero cuando el dolor social se vuelve rutina, cuando la violencia política se vuelve paisaje, entonces pensar es una forma de resistencia. No como solución inmediata, sino como siembra.
Hannah Arendt sostenía que el pensamiento no produce certezas, pero puede impedir desastres. Pensar no salva, pero preserva. Nos permite no repetir ciegamente. Nos ayuda a sospechar de las soluciones fáciles —como armar a la ciudadanía para “protegerla”— y a entender que la seguridad real no se construye con cerrojos ni cartuchos, sino con vínculos, justicia y educación.
Cada arma es, en el fondo, una confesión de miedo. Una pequeña trinchera portátil que llevamos para defendernos del otro. Pero esa defensa se vuelve amenaza, y el otro, enemigo. Así, la pólvora reemplaza la palabra, y el silencio que debería preceder al diálogo se llena de estallidos.
Como dijo Lévinas, el rostro del otro nos reclama, nos exige. Mirar a alguien a los ojos debería bastar para desarmarnos. Pero cuando el otro ya no es rostro sino amenaza abstracta, entonces justificamos el disparo. La cultura del arma es la cultura del desencuentro: no habla, no pregunta, no espera.
Hay quienes viven el dolor como un túnel sin salida. Otros lo transforman en camino. No es automático, no es inevitable. El sufrimiento puede encerrarnos o abrirnos. Pero si no reflexionamos, el dolor queda mudo. Como escribió Nietzsche: “Quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Pero ese porqué no se encuentra en el dolor mismo, sino en lo que decidimos hacer con él.
Quizá el atentado contra Uribe no sea una lección para todos. Pero debería ser, al menos, una pausa. Un momento de extrañeza. Una grieta en el discurso que propone que más armas equivalen a más seguridad. ¿Hasta cuándo confundiremos protección con intimidación? ¿Cuántos episodios más necesitamos para entender que la violencia no es soluble en sí misma?
Una sociedad que deja de pensar es una sociedad que se arma. Cuando faltan las ideas, sobran los disparos. Cuando escasea la reflexión, se abren paso el miedo, la desconfianza y la fuerza bruta. No podemos seguir repitiendo que todo es inevitable. No podemos seguir aceptando que cada tragedia sea solo una estadística.
Sí, puede que no todo sea una lección. Pero hay heridas que duelen tanto que nos suplican que al menos aprendamos. No para justificar el daño, sino para que no se repita. No para señalar culpables con el dedo, sino para mirar con ojos más abiertos y menos ingenuos.
Pensar es nuestra mejor arma, si todavía creemos en la paz.
Apuntaciones
- Mi oración por la pronta recuperación de Miguel Uribe y la fortaleza que requieren sus seres queridos en medio de la tragedia.
- Estoy muy conmovido al ver el mensaje del Cardenal Luis José al presidente de la república y a otras autoridades haciendo un llamado a la construcción conjunta de país, ojalá lo escuchen querido monseñor.
- La derrota del América nos dejó con un muy mal sabor de boca. Ojalá el Polilla logre despertar a los muchachos.
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*Abogado. Lic. Filosofía y Letras. Estudiante de Teología. Profesor de la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
Twitter: @UnGatoPensante
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