Por: Diego Ruiz Thorrens/ La escena es escalofriante, profundamente perturbadora y todo sucede a una velocidad increíblemente rápida: Los gritos de algunas personas (probablemente familiares) tras recibir la noticia del fallecimiento de su ser querido sacuden a todos los presentes. A propios y extraños.
“Al menos, hubo alguien cerca al (ahora) difunto”, le escucho susurrar a alguna persona que no logro identificar pero que está demasiado cerca de mí. Toda la escena, el dolor, la tragedia de la pérdida de un ser querido inevitablemente lo atrapa a uno. Estar allí me obliga a pensar en mi propia mortalidad, y también en la vulnerabilidad del cuerpo humano. Reflexiono sobre cuán expuestos y pequeños somos cuando el cuerpo enfermo aterriza en un lugar cómo el HUS.
El fallecimiento de aquel desconocido logra hacerme sentir como un completo extraño, un forastero que irrumpe en un momento tan privado, tan familiar, que deseo salir corriendo dejando atrás las razones por las cuales fui al HUS: Ver con mis propios ojos lo que sucede dentro de aquel lugar, escuchar algunos testimonios, comprender y cumplir con mi compromiso de escribir éste artículo.
Llego a pensar, a esperar, que ésta escena suceda muy de vez en cuando pero no, “esto sucede muy a menudo, es más frecuente de lo que usted se imagina” me informa un auxiliar de turno de urgencias. Luego, el mismo comentario lo expresan varios auxiliares de enfermería. Pareciera que cada historia fuese más triste que la anterior. La crisis en salud y en medicamentos que tanto reprochamos de Venezuela pareciera que también se sintiese aquí. Al menos, el paciente partió despidiéndose de los suyos. Muchas personas no cuentan con ésta oportunidad.
Una señora me observa mientras tomo notas. Le comparto qué estoy haciendo. Me dice que llegó junto con su nieto porque al parecer un dolor de estómago “lo está matando”: “mijo, esto es horrible. Llevamos aquí desde la madrugada y nada que nos atienden, y si nos piden comprar medicina, no hay cómo comprarla”. Me dice que al joven le duele la zona del costado derecho “desde hace algunos días”. Ya es casi es medio día, y la atención ha sido paulatina, parsimoniosa. “Ojalá me lo atiendan pronto”, dice con profunda tristeza la señora mientras sale a comprar un suero casero porque dice, desde su arribo al Hospital “no hemos comido ni tomado un tinto”, confiesa ella.
Es allí cuando me enfrento con una de las más demoledoras realidades del HUS, y es que el gigante blanco representa esos cientos de miles de personas que han dado la lucha por vivir y han caído; el desahuciado que se resiste a morir, o el extranjero al que el vigilante le ha negado la atención porque no hay forma (económica) de atenderlo. Los casos son incontables, innumerables, algunos más dolorosos que otros.
No obstante, el HUS resiste. Éste, se ha revelado innumerables veces contra su propia muerte a pesar de todo el sufrimiento que vive incluso mucho antes de ser un proyecto, hace más de 40 años, en la época del gobierno de Pastrana Borrero.
En ésta ocasión, el HUS se desangra a razón de una deuda que supera la astronómica suma de los $205.000.000.000 pesos, que no es de ahora pero que sigue afectando la atención en salud de pacientes tanto locales como extranjeros, seres humanos remitidos por hospitales de menor complejidad, algunas veces desde municipios inimaginablemente lejanos a nuestro Santander, o de otros departamentos, y que pueden tardar horas (incluso días) en arribar a las instalaciones del HUS.
El gigante blanco ha sufrido de todo tipo de enfermedades al igual que casi todas las ESE (empresas sociales del estado), enfermedades que ponen en riesgo la humanidad de cientos de miles de personas vulnerables que arriban a sus puertas: el más notable de sus males se da por los incontables actos de corrupción y/o de re/cobros innecesarios derivados de sagaces y perversas generaciones de políticos y de contados administradores en salud que solo piensan en el crecimiento de sus arcas particulares y no en el bienestar social.
Nuestra inmensa fortaleza blanca ha visto cómo le cercenan pedazos de vida, con complicidad/ inoperatividad del estado colombiano, como lo es la increíble suma que aún adeuda la extinta Saludcoop y otras EPS menores (más de $23.00.000.000) dándole un golpe mortal, afectando toda posibilidad de respiro en el pago oportuno por servicios a los cientos de profesionales, técnicos, tecnólogos, auxiliares y demás pertenecientes a la planta operativa del HUS que llevan mes a mes, año tras año padeciendo, afectando directamente a todos los Santandereanos, en especial los más vulnerables, apagando sus vidas con mayor agilidad una vez que quedan encubados en sus entrañas.
Debemos salvar al HUS, protegerla contra todos los fenómenos de corrupción, de desidia y de intereses políticos que buscan saquear lo poco que ésta conserva.
Esperemos que las tan ansiadas reformas en el plan de salud proyectadas por el nuevo ministro de salud designado por Duque no afecten la ya frágil respiración de un gigante que acoge al que no tiene dónde ser atendido de urgencias en salud en el nororiente colombiano. Esperemos que la intimidación y el matoneo de los grandes conglomerados económicos, como son las casas farmacéuticas Gilead, Abbott entre otras, no afecten los precios que logró equilibrar el anterior ministro de Salud, Alejandro Gaviria.
La crisis que vive el HUS debe ser vista como la oportunidad para que las secretarías de salud municipal y departamental de Santander transformen la cultura asistencialista por una preventiva, especialmente, bajo la identificación y la masificación de acciones frente a factores en salud pública que siguen cobrando la vida de miles de Santandereanos, y que no son más que enfermedades que desde la misma prevención, podrán al final brindar el ahorro tan necesario de astronómicas sumas económicas.
El HUS muere, acaece. Y si llegase a morir, el impacto social que esto puede conllevar, puede costarnos más lágrimas de las que humanamente cualquier sociedad podría soportar.
Twitter: @Diego10T