Por: Jhon F Mieles Rueda/ El pasado 7 de junio de 2025 marcó un antes y un después en la vida política y social de Colombia. Como todos sabemos ese día, el senador y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay fue víctima de un atentado atroz en pleno parque El Golfito, en Modelia, Bogotá. Un joven de tan solo 14 años atentó contra su vida durante una actividad electoral, dejándolo entre la vida y la muerte. Pero más allá del dolor y la conmoción, este acto de violencia tuvo un efecto inesperado y poderoso: despertó a un país entero.
Colombia es una nación herida por décadas de guerra, corrupción y desigualdad, pero también por una polarización política que parece haberse convertido en el pan de cada día. El clima político nacional, cada vez más tóxico, ha sido alimentado en parte por un gobierno que ha optado por la confrontación constante, por el discurso radical y por la deslegitimación del adversario.
Desde que Gustavo Petro llegó a la presidencia, sus posturas ondeando la bandera de ‘guerra o muerte’, su lenguaje agresivo, su lucha de clases y su tendencia a dividir en lugar de unir han encendido los ánimos en todos los sectores del país.
No se trata aquí de desconocer las luchas sociales, las banderas del cambio o los reclamos históricos de los más vulnerables. Se trata de reconocer que cuando el poder se ejerce desde la radicalidad y no desde el consenso, cuando se convierte al contradictor en enemigo, se abre la puerta a escenarios peligrosos, como el que acabamos de presenciar. Lo que pasó con Miguel Uribe no fue un hecho aislado: fue el resultado de un ambiente cada vez más radical donde pensar distinto es casi cargar con una lápida a la espalda.
Y sin embargo, de ese horror surgió algo profundamente valioso. La “Marcha del Silencio” del pasado 15 de junio nos recordó algo que parecía olvidado: somos una nación que todavía puede unirse en torno a lo fundamental. Más de 70.000 personas en Bogotá —y miles más en Medellín, Cali, Bucaramanga y otras ciudades— salieron a las calles, sin importar su ideología, para decir basta. Basta de odio, basta de violencia, basta de justificar lo injustificable.
Ver a personas de todas las edades vestidas de blanco, caminando en silencio, fue una imagen poderosa. No estaban allí solo para pedir por la vida de Miguel Uribe, sino para defender la vida, la democracia, el derecho a pensar distinto sin miedo a ser atacado por ello. Fue un mensaje claro y contundente: las diferencias políticas deben resolverse con argumentos, no con balas; con diálogo, no con odio.
Este atentado fue, paradójicamente, un espejo. Nos obligó a mirarnos y a preguntarnos en qué momento permitimos que el odio se volviera más fuerte que el respeto. ¿Cuándo dejamos de ver al otro como un compatriota y empezamos a verlo como una amenaza solo por pensar diferente? El fanatismo, venga de donde venga, es enemigo de la democracia. Y la democracia solo se sostiene cuando hay respeto por la diversidad de opiniones.
Hoy Miguel Uribe lucha por su vida, y con él, lucha también la esperanza de millones de colombianos que creen que es posible hacer política sin destruir al adversario. Su caso debe ser una lección para todos: para los líderes políticos que se han acostumbrado a echarle leña al fuego; para los ciudadanos que se han dejado llevar por la intolerancia; y para los jóvenes que están creciendo en medio de un discurso nacional que confunde convicciones con violencia.
Lo ocurrido nos obliga a tomar una decisión como sociedad: o seguimos por el camino de la confrontación, permitiendo que las diferencias ideológicas se conviertan en trincheras de guerra, o aprendemos a convivir, a debatir con altura y a construir sobre la diferencia. El respeto no implica renunciar a las convicciones, sino entender que nadie de nosotros tiene la verdad ni la razón absoluta.
Colombia tiene la oportunidad de transformar este dolor en un punto de inflexión. Que el atentado contra Miguel Uribe no se quede en la indignación momentánea o en la retórica de redes sociales. Que sea el principio de una nueva forma de hacer política, más humana, más decente, más respetuosa. Porque solo así podremos evolucionar como sociedad, sanar nuestras heridas y construir un país más fuerte, justo y próspero.
El atentado nos despertó. Ahora nos toca a nosotros demostrar personalidad y decidir si queremos seguir dormidos en la comodidad del odio o si somos capaces de abrir los ojos y continuar avanzando juntos, en medio de nuestras diferencias.
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*Profesional Agroforestal, escritor y político local.
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