Por: Carlos Monroy/ Del diálogo al enfrentamiento, el Ejército de Liberación Nacional ELN tan solo en 2018 dinamitaron los oleoductos en 107 oportunidades. Secuestraron a nueve personas en diferentes lugares del país, entre ellos a una menor de edad. Hace poco derribaron un helicóptero que transportaba dinero en la región del Catatumbo y secuestraron a los tres tripulantes.
En los últimos 18 meses han asesinado a una docena de líderes sociales y a 24 exintegrantes de las FARC que se acogieron al proceso de paz. También han provocado desplazamientos masivos en regiones como Arauca, Norte de Santander y Chocó, donde se enfrentan a sangre y fuego con las disidencias de las FARC por controlar territorios clave para el negocio de la droga.
A pesar de la gravedad, muchos de esos hechos han pasado desapercibidos por la opinión pública, en buena parte porque ocurrieron en la Colombia profunda o periférica lejos del centro del país.
No obstante, con el execrable ataque a la escuela de cadetes el ELN sobrepasa el nivel de barbarie con el terrorismo urbano y le da al Gobierno Nacional un poderoso motivo para finalizar el diálogo con dicha guerrilla y retornar a la intensificación del enfrentamiento armado como estrategia para lograr la paz, muy al estilo de la conocida Pax Romana, donde el Imperio Romano pacificaba las regiones en conflicto eliminando al enemigo a través del uso de la fuerza. Lo cual ha sido el imperativo en Colombia durante las últimas cinco décadas sin lograr resultados positivos, salvo el imperfecto pero trascendental acuerdo de paz entre el Gobierno y las FARC, proceso que debido a las dificultades para ganar legitimidad sumado al cambio de gobierno no ha logrado una adecuada implementación para consolidar una paz política que trascienda a una paz social.
El impacto político lo vimos en dos pasos, el primero la alocución presidencial donde se reactivan las órdenes de captura a la cúpula del ELN levantando la suspendida mesa de diálogo con esa guerrilla; y el segundo lo vimos reflejado este fin de semana donde todos los líderes independientemente del partido o movimiento al que pertenecen salieron a las calles a rechazar el acto violento.
Pese a que el anterior gobierno negoció en medio de las hostilidades con las FARC bajo el principio de: “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, salvo algunos breves momentos de cese al fuego bilateral, el actual gobierno si exigió al ELN cese al fuego unilateral y entrega de todas las personas secuestradas como condición para poder dialogar, ese cambio de posición de manera intempestiva sumado a la evidente falta de voluntad real de paz del ELN enterró cualquier posible negociación para consolidar la tan anhelada paz, lo cual entristece a quienes siempre creímos en el imperfecto pero tan necesario proceso de paz.
Estamos en un país donde el fútbol logra unirnos y la paz dividirnos, y en donde pese a estas atrocidades como la ocurrida la semana pasada seguimos siendo el segundo país más feliz del mundo.
El impacto social es enorme, los colombianos pese a décadas de barbarie nos resistimos a acostumbrarnos a los vejámenes de la guerra, nos duele la muerte de jóvenes estudiantes que con mucho esfuerzo (varios de ellos becados) optaron por formarse para hacer parte de la fuerza pública, donde sin lugar a dudas encontramos a buena parte de los ciudadanos más valientes de la nación, en un país con un conflicto armado latente.
Santander llora a cinco de sus jóvenes hijos como lo son Iván René Muñoz Parra, cuya familia reside en el municipio de Barichara; César Alberto Ojeda Gómez, nacido en Floridablanca; Diego Fernando Martínez Galvis, nacido en San Gil; Óscar Javier Saavedra Camacho, cuyos padres residen en Bucaramanga; a sus familias las acompañamos con nuestros pensamientos, sentimientos de afecto, solidaridad y nuestra voz de protesta, a nuestros héroes paz en sus tumbas.
Al cierre de esta columna aún se desconoce el nombre de la quinta víctima.
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