Por: Andrés Julián Herrera Porra/ Cierra el semestre académico, y con él no termina simplemente un ciclo, sino que se abre un umbral. Para quienes habitamos el aula desde el asombro y no desde la rutina, este momento es más que un trámite administrativo: es una pausa sagrada, un umbral para mirar hacia dentro. Evaluar, en este sentido, no es llenar casillas ni asignar cifras. Evaluar es contemplar. Es intentar ver, entre los rastros de las entregas y las miradas fugaces, si algo cambió. Si en alguno de ellos —y en uno mismo— algo se transformó.
Como docente, uno aprende a leer no solo textos, sino rostros. Uno aprende a entrever, entre los silencios de una clase o las preguntas que titubean, que hay procesos invisibles, lentos, que no caben en una rúbrica. Este semestre dicté cuatro cursos en dos universidades. Tres de Proyecto de Vida en la Fundación Universitaria Monserrate, con estudiantes de ingeniería de distintos semestres. El otro, de Analítica Jurídica, en la Facultad de Derecho de la Universidad Santo Tomás. Dos mundos distintos. Dos lógicas aparentemente alejadas. Pero en el fondo, una misma pregunta: ¿cómo formar personas que no solo sepan hacer, sino que sepan ser?
A veces me siento como un jardinero que trabaja en tierra ajena. Llego, siembro algunas semillas, cuido un poco el terreno, y me voy. Lo que brote o no, ya no me pertenece. Pero hay ocasiones —escasas, valiosas— en que uno ve la semilla abrirse. Como cuando un estudiante de ingeniería me habló de cómo entendió el principio del bien común en Tomás de Aquino aplicándolo al diseño de una red comunitaria de datos. O cuando una estudiante de Derecho cuestionó, con madurez, los límites de la justicia de un caso hipotético analizado en clase, a la luz del pensamiento de Nussbaum.
Sócrates decía que “la educación es el encendido de una llama, no el llenado de un recipiente”. Y enseñar, a veces, se parece a prender una fogata con ramas húmedas: hay que insistir, soplar con cuidado, proteger el fuego del viento indiferente. Pero cuando prende, aunque sea un poco, el aula se ilumina.
Uno no enseña para llenar cabezas, sino para provocar terremotos interiores. El verdadero aprendizaje —como la fe o el amor— no puede ser impuesto: sólo puede ser despertado. Y para eso, hace falta un tipo de presencia docente que no se limite a cumplir un syllabus, sino que se atreva a acompañar procesos humanos, existenciales, únicos.
Cito con frecuencia a Paulo Freire porque su pedagogía sigue ardiendo en mí: “La educación es un acto de amor”. No un amor romántico ni ingenuo, sino un amor comprometido, lúcido, que respeta al otro en su diferencia. Educar desde el amor es rechazar todo intento de manipulación. Es negarse a reducir a los estudiantes a “recursos humanos”. Es, también, aceptar que uno enseña desde su fragilidad, desde sus propias búsquedas.
Durante el semestre, busqué —con mayor o menor acierto— crear espacios de diálogo auténtico. Usé casos prácticos, textos breves pero provocadores, ejercicios de escritura reflexiva. Y sobre todo, traté de escuchar. Escuchar no como quien espera su turno para hablar, sino como quien se deja interpelar. Descubrí, una vez más, que no hay grupo igual a otro. Cada clase tiene su respiración, su temperatura, su ritmo. Enseñar es, en este sentido, como bailar con extraños: uno propone un paso, pero debe aprender a ceder, a adaptarse, a dejarse llevar también.
Aristóteles decía que la sabiduría es la virtud más alta del ser humano. En un mundo que privilegia la velocidad, la eficiencia y la rentabilidad, cultivar sabiduría puede parecer un acto subversivo. Pero es exactamente eso lo que necesitamos: personas capaces de pensar con profundidad, de actuar con justicia, de discernir con compasión.
No todo salió como lo imaginaba. Hubo clases en las que la chispa no prendió. Hubo conceptos que, al exponerlos, sentí que se diluían en la indiferencia. Hubo momentos de cansancio. Pero incluso eso es enseñanza. Aprender de uno mismo, de los errores, de las omisiones. Como decía Confucio, “la verdadera sabiduría consiste en reconocer la propia ignorancia”. Ser maestro es también ser aprendiz permanente.
Enseñar es una forma de resistencia. En tiempos de ruido, enseñar es defender el silencio fecundo del pensamiento. En tiempos de algoritmos, enseñar es defender el misterio de la pregunta. En tiempos de polarización, enseñar es defender el diálogo. Por eso, este oficio, aunque a menudo incomprendido, sigue siendo un espacio de esperanza. A veces frágil, a veces difusa, pero esperanza al fin.
Me gusta pensar que cada clase es como lanzar una botella al mar. Dentro va un mensaje, una intuición, una palabra. No sé cuándo —ni si acaso— llegará a su destino. Pero confío en que, en algún momento, alguien la abrirá y le hará sentido. Y si eso ocurre, aunque sea una sola vez, habrá valido la pena.
Apuntaciones:
- Ver los equipos colombianos vivos en los torneos internacionales da gusto, ojalá cada uno logre seguir haciendo una buena representación. Como es obvio, quien escribe sigue haciendo fuerza a su querida Mecha.
- El tema de David Racero no es nuevo para el Congreso, habitualmente los padres de la patria nos sorprenden con su incoherencia. Sin embargo, lo vergonzoso es que sea uno de los que se veían y se vendían como “diferentes”, ojalá la diferencia la haga el mismo Pacto Histórico haciendo una investigación seria.
- El gran “paro” no fue más que un festivo antes del festivo. Realmente son patadas de ahogado de un gobierno que prometió el cambio y al parecer culminará llevándonos a dar un gran giro de 360 grados y dejándonos en manos de los de siempre.
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*Abogado. Lic. Filosofía y Letras. Estudiante de Teología. Profesor de la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
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