Por: César Mauricio Olaya Corzo/ “¡Parece que se ha ido, pero no!” – de antemano le pido disculpas al gran Mario Moreno, Cantiflas, por hacer uso del profundo epitafio que adorna la lápida de su tumba. Como gran libre pensador que era, el actor dio en el blanco perfecto de lo que fue su vida y de lo que el legado de su memoria dejará por siempre, coincidiendo en lo quiero que suceda conmigo, pues aunque hoy yazgo derrumbado a un costado del que fuera mi hogar por casi 80 años, es mi deseo que la memoria de mi presencia esté presente recordándole a mis verdugos el crimen cometido.

Pero vamos por partes. Primero me quiero presentar, porque la mayoría de ustedes no saben nada de mí y estoy convencido que no es porque no les importe, sino simplemente mi presencia aunque vital, haciendo parte de un ecosistema hermoso y pletórico de relaciones con el sentido de la vida, por momentos parecía ser un elemento más o tal como lo era para los causantes de mi muerte, que como en mi caso, solo les representaba un número y por eso me marcaron con una placa que me identificaba como el diez y seis.
Pues bien, les quiero contar que era más que un número, con orgullo mi nombre de pila era Anacardium excelsum, aunque para la mayoría de las personas, me solían reconocer cariñosamente como Caracolí. La verdad ambos nombres me hacían sentir bien, el primero porque con celo, mi padre científico, Carlos Linneo que me incorporó en el censo de los árboles americanos, detalló algunas de mis características para nombrarme y usando el latín, convergió en la forma acorazonada de mis para mi primer nombre (Anacardium) que significa ¨en forma de corazón¨ y que identifica al género, es decir, a todos aquellos familiares cuyo fruto tiene esta forma y que de acuerdo con nuestra genealogía, somos un total de 68. Para no dar lugar a equívocos y que cada uno tuviera su propia identidad, el botánico Linneo me individualizó por mi especie, llamándome ¨excelsum¨ que significa, muy alto.
Seguramente y a modo de ilustración, ustedes conocen a mi primo el popularmente llamado marañón, pues si detallan su fruto rojo y carnoso, es coronado por esa especie de gorra frigia que ustedes consumen como nuez y que tiene la misma forma acorazonada de mis frutos.
Pero dejemos a un lado a mi familia y sigamos con mi presentación. Con orgullo particular debo decir que hago parte del grupo de árboles clasificados como ¨los gigantes de América¨ y es que alcanzar alturas superiores a los 60 metros, es un atributo que cualquiera no puede exhibir.

A esta altura no faltará quien diga que ya era mi hora, pues con 80 años ya había vivido suficiente, con este tipo de pensamiento ustedes los humanos tienen de sobra. Siento contradecir a quienes así opinan y exhiben este argumento absurdo, pues esa edad en términos de la raza humana, estaría bien equiparada a estar cerca de los 40´s y a esa edad ustedes no se consideran viejos, o si?.
Pues bien, haciendo a un lado otras consideraciones de carácter más científico que personal, quiero entrar en materia contando algunas infidencias de mi vida en esta selecta cuna de los Cerros Orientales que con preocupación, veo que hoy están en la mira de ser intervenidos con obras que para nada nos benefician y al contrario, como en mi caso concreto, van a llevarnos a la tumba junto con todos los seres vivos que hacemos parte de este ecosistema grande y maravilloso, pero a su vez frágil y sujeto de mil amenazas.
Crecí en medio de una arboleda extraordinaria, en mi entorno todo era verde y para mí era frecuente la presencia de gran cantidad de aves de todos los tamaños y colores. Recuerdo haber visto pasar a mi lado desde las multicolores tangaras, llamativos mieleros, toches, distintos tipo de colibrís, canarios y decenas de migrantes que desde finales de septiembre y hasta el mes de enero, venían desde Canadá y Norteamérica a veranear, vivir su luna de miel y luego regresar a sus países de origen a reproducirse.
También vi pasar a mi lado zorros rojos, armadillos, faras, ardillas, puerco espines y hasta pequeños venados. Mariposas de todos los colores imaginables, insectos de todas las variedades probables de existir en este ecosistema, lagartos e iguanas y paro de contarles porque mi memoria no me daría para tanto.
De golpe un día esto comenzó a cambiar, llegó la modernidad y con ellos la tala del bosque nativo. Muchos de mis hermanos mayores murieron para dar paso a la carretera que se empezaba a construir hacia la ciudad de Cúcuta. Con la vía llegaron los humanos, construyeron sus casas incluso arriesgando su porvenir porque este terreno es bastante frágil y la naturaleza tiene en nosotros los árboles sus principales aliados.

El agua era abundante. Habían muchos nacimientos, muchas quebradas y en ellos tenían su hogar los cangrejos de agua dulce, las llamadas doncellas, chocas y guabinas. Por supuesto ranas y sapos de todos los colores y tamaños que armaban tremendo bochinche en las noches, lo par que hacían las cigarras cuya presencia era tal, que alguna vez a Bucaramanga le llamaron la ciudad de las cigarras.
A mi alrededor llegaron algunos vecinos humanos, debo decirlo que en verdad aunque abrieron una vía para construir un tanque gigante para el abastecimiento del agua de una parte de la ciudad, su presencia no era del todo complicada para nosotros. Miren que incluso con algunos de mis primos como Don Pedro Hernández como le llamaban ustedes, pero que mi padre científico bautizó como Toxicodendron striatum, pues como su nombre lo dice, posee características de toxicidad que genera urticaria a su contacto, cohabitó no solo con vecinos, sino con visitantes ocasionales que conociéndolo, le saludaban y pedían su venia para pasar a su lado: ¨buenos días Don Pedro Hernández, con su permiso…¨
En el vecindario huvo de todo. Muy cerca y durante un par de décadas, existió el bullicioso Venado de Oro. Mucho más cerca el afamado restaurante Corcovado e incluso alcanzando a darle privacidad y sombra, con mis otros cuatro hermanos le hacíamos calle de honor al motel Casa Vieja, que humorísticamente llamábamos la Casa de los Quejidos.
Hace un par de meses presentí el riesgo que venía para mí. De un momento a otro empezaron a ingresar maquinas de gran tamaño, volquetas, se instalaron contenedores para servir de oficinas a los encargados del proyecto de construcción del parque de los caminantes. Por supuesto la vía que daba acceso al tanque y a la casa de los romances empezó a fracturarse por el inusual transito. Los encargados se dieron cuenta de su error e iniciaron trabajos de expansión y reforzamiento de la banca, la misma que me servía de sostén a mí y a mis otros tres hermanos. No por culpa de ellos, a tiempo los ambientalistas que son mis amigos, advirtieron que la obra se estaba ejecutando sin licencias, reclamaron y la autoridad procedió a sellar los trabajos en ejecución. Tristemente para mí, ya era demasiado tarde, mis raíces aunque con desespero buscaban sostén, no encontraron el suficiente y vino el final. Anoche con las lluvias que siempre habían sido mis amigas, la bancada se ablandó y hasta aquí llegó la historia de mi vida.
Hoy por mi corteza corren las lágrimas que no pude contener mientras agonizaba en la caída. Vuelvo entonces al epitafio que tomé prestado: parece que me he ido, pero no. Espero que a tiempo se pare este proyecto y que solo sea yo, el número 16, el único sacrificado ¡Amén!
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