Por: Yessica Molina Medina/ Sí, imaginemos un solo minuto de nuestra vida social sin policías, sin soldados, sin marinos, sin pilotos. ¿Quién defendería nuestro territorio del crimen interno (terrorismo)? ¿Quién defendería la soberanía de nuestro territorio, sus fronteras? ¿A quién llamaría usted si un delincuente lo está extorsionando? ¿A quién acudiría para denunciar que cerca de su casa hay una banda dedicada al robo? En resumen, ¿quién lo defendería a usted y a los suyos?
La respuesta es una y creo que todos, de izquierda, de centro o de derecha, coincidimos en ella. Sin embargo, hemos visto cómo en los últimos años la Fuerza Pública ha sido considerada por algunos como una especie de enemigo del ciudadano. Soldados humillados por la propia gente que han defendido y expulsados de zonas rurales a palo y machete. Policías insultados y atacados en los barrios de nuestras ciudades.
Se trata de una enorme y peligrosa disfuncionalidad social: si la ciudadanía no ve a sus militares y policías como sus iguales, como sus protectores, como aquellos hombres y mujeres que dan la vida por protegerlos, entonces algo está fallando. Hay una grieta que amenaza con devorar el orden, que desestabiliza a la sociedad desde sus bases.
Y es que la Fuerza Pública es una con la ciudadanía: es parte de ella, nunca su enemiga. Nuestros policías y soldados son nuestros defensores, son los encargados de portar un arma para defendernos, de acudir a rescatar heridos en un desastre natural, de mantener un orden que los ciudadanos, solos, no podríamos mantener de ninguna manera.
Ahora bien, hay que entender que Colombia ha sufrido la guerra por muchas décadas. Tal vez de allí la beligerancia y la confusión. Porque claro, no se puede negar que dentro del conflicto algunos hombres de nuestra Fuerza Armada han cometido errores, que algunos se han ido en contra de los principios que los rigen. Pero son tan pocos en comparación con los miles y miles que arriesgan su vida, se alejan de su familia y renuncian a tantos privilegios por defendernos, que es injusto, cuando menos, señalar a todo el cuerpo por el yerro de algunos pocos miembros.
Entre 2004 y 2019, según un informe presentado por el Ejército, unos 12.000 militares, por mencionar un ejemplo, fueron víctimas del conflicto. Más de 3000 murieron y otros 9000 cayeron heridos. Así que, como tantos ciudadanos, los miembros de nuestra Fuerza han sido también víctimas, y con ellos sus familias: miles de viudas, huérfanos, madres…
Por otro lado, esa mala percepción sobre nuestros policías y soldados parece más común entre los más jóvenes, y algunos políticos se han aprovechado para ganar adeptos, para hacer votos. Y esa mala percepción, en el fondo, tiene que ver con un problema endémico característico de las nuevas generaciones: la oposición a cualquier autoridad, una especie de presunción según la cual cualquiera que intente poner orden donde sea necesario es un enemigo.
Una sociedad sin autoridad no es posible. Ya Rousseau y Hobbes, grandes pensadores del siglo XVI y del XVIII, reconocieron que los ciudadanos le cedimos poderes al Estado (entre ellos el de las armas) para poder sobrevivir, para que no nos matáramos entre nosotros mismos y hubiera un control ecuánime, justo, externo.
Hagamos un pacto aquí: que la armonía vuelva, que cada policía y soldado sea visto por los ciudadanos de bien como un protector, como el encargado de cuidarnos y de mantener un orden sin el cual la sociedad no sería viable. La Fuerza Pública no le sirve a un gobierno ni un grupo económico en particular: nos sirve a todos, a cada miembro de esta nación, sin distingo alguno.
*Master en comunicación estratégica, profesional Comunicadora Social- Periodista, asesora política y relacionamiento público y experta en marketing político.
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