Por: César Mauricio Olaya/ Antes que nada, agradecer a todas las personas que me escribieron, llamaron y de alguna forma comentaron la columna sobre esa Bucaramanga que dejamos atrás en la memoria y en la sensible añoranza de los tiempos idos, en ese cara a cara entre el pasado y el presente que titulé La Ciudad Perdida. Coincido totalmente en que hubo vacíos y esta es la razón que sustenta esta segunda parte en la que procuraré tocar más espacios comunes a todos los que nacimos y vivimos esta nuestra patria chica.
Uno de los libros que desde muy temprano me cautivó y me introdujo en el universo de los imaginarios de un pasado en la mirada del presente, fue Crónicas de Bucaramanga del profesor José Joaquín García. Escrito a comienzos del siglo XX, su autor de manera amena relataba década tras década, el devenir de la ciudad en una serie de crónicas de hechos sucedidos desde los tiempos de Nuestra Señora de Chiquinquirá de la Real de Minas de Bucaramanga, como se le llamó a la vice parroquia organizada de cara a la cristianización de unos pobladores dispersos y que a la vuelta de los años sería simplemente Bucaramanga.
Evidentemente no pretendo emular el propósito de tan gran cronista y menos trasladarme a buscar historias de hechos y situaciones de tan remotos tiempos, solo me mueve el llamar a las puertas de la memoria de mi ciudad natal, hoy perdida en el mar de leva del desarraigo y la indiferencia.
Disculpándome por tan extenso prólogo, entro en materia y lo haré a partir de la evocación de una serie de lugares que fueron comentados por los lectores y que por supuesto, su sola nominación despertaron en mí esa sensación de que en efecto, debían hacer parte de este inventario sensible de lo que fue la ciudad que un día perdimos.
Empiezo por citar la nominación de varios colegios baluartes plenos de la formación de generaciones enteras como el glorioso Santander, el Tecnológico Eloy Valenzuela, el Salesiano o los de las señoritas, el Pilar y el Goretti.
Sobre los sitios comerciales, una lectora me recordó algunos nombres como los recientemente cerrados almacenes Tía donde se vendían los cucos matapasiones y el jabón «Paramí»20, el Ley del centro y cabecera, el Lya aún sobreviviente, donde se proveían los pasteleros y panaderos de la ciudad y en donde mi madre compraba las pepitas de colores con que adornaba la cobertura de los ponqués.
Los almacenes Valher y Avelino Esteves, donde era obligatoria la compra de la pinta de moda o del evento trascendental, la primera comunión, el matrimonio o el grado. Las peluquerías que se clasificaban en tres tipos, las de los señores serios como la del Centenario, Disneylandia la de los niños y la de Chelín para las jovencitas de peinado Alf y hablando de modas, recordar la pinta gomela del jean Levis de marquilla roja, la chemise Lacoste y los Adidas country, además del aroma universal de Paco Rabane.
Tiempos de acetatos y cassetes donde se reproducían las voces para enamorar de los baladistas de moda; Sandro, Leonardo Fabio, Roberto Carlos, Claudia de Colombia y Camilo Sexto o donde se bailaba al paso dictado por Pastor López, las Chicas del Clan, Wilfrido Vargas y la Familia André, por supuesto, todos comprados en Discos Kuki.
Imposible si se habla del disfrute, no citar las idas a cine al teatro Riviera y Analucía que eran los teatros finos, el Sotomayor y el Rosedal para ver crecer a las colegialas y a la camarera curiosa, las películas del Santo y Blue Demon en el Unión y las de Cantiflas, vaqueros y cantantes rancheros en el Santander o el Garnica. Para los que se podían dar mayores lujos, alquilar las películas de moda en Betamax Terrazas.
Citar puntos de encuentros como la Pizzería Oskar en la calle 56 con 28 segundo piso, las Tabernas Alemana y La Tortuga, la discoteca El Socavón y claro, El Patio un punto de encuentro de todos los universitarios de cabello largo, mochila guajira y alpargata campesina donde coreábamos las canciones de Pablo Milanés, Noel Nícola y Silvio Rodríguez. De la primera zona rosa con negocios como Cha Cha Cha y Boleros Show. Por supuesto, de la perla de la música de antaño y el buen guaro bajo la conversa infinita de don Carlos Pinto en La Esquinita y de Bongó, el palacio del son y la salsa en el sótano del hotel Rüitoque.
Era esa la Bucaramanga provincial y poética que coreaba una flor para mascar o la mula revolucionaria de Pablus Gallinazo, la de los locos cuerdos y de artistas que daban lata y no pasaban desapercibidos como Jorge Mantilla Caballero cuando lideró la campaña Temporada de Caza, llenando de señales tipo transito la vía entre el recién inaugurado aeropuerto Palonegro con dibujos del búho de Colcultura con impactos de bala, en crítica abierta a los jurados de los salones de arte a los que tildaba de miembros de la comunidad del pétalo, lo que los obligó a renunciar a juzgar a los artistas locales por físico terror.
La ciudad donde se tomaban las onces en El Faro o a la pastelería Berna, donde en muchas calles un personaje escribía sobre el piso con tiza la palabra LEA y la gente no solo leía, sino que se informaba con fidelidad por los periodistas de Vanguardia, El Frente, el Diario del Oriente, El Deber, El Liberal. No se perdían los noticieros conducidos por Alfonso Pineda Chaparro o Héctor Gómez Cabarique y en la que los hinchas del Atlético vibraban escuchando al profe Juan Manuel González y los comentarios acertados de Jorge Luis Cano (q.e.p.d.) y de Fernando Pabón Martín.
Difícil, muy difícil no volver a quedar en deuda con los lectores en este intento por resucitar la memoria de nuestros quereres, pero lo intenté y solo me resta convocar a que los lectores traten de hacer lo propio con su memoria y entre todos podamos tejer nuevas crónicas de evocaciones.
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