Por: Jhon F Mieles Rueda/ En 2016, Colombia vivió un momento histórico y de esperanza con la firma del acuerdo de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc). Este acuerdo prometía poner fin a más de cinco décadas de conflicto armado que habían dejado a millones de víctimas y al país sumido en la violencia y la desesperanza.
Sin embargo, casi ocho años después, la paz sigue siendo un sueño fugaz. Antes se decía que era mejor tener a los guerrilleros en el Congreso de la Republica haciendo política y no ‘echando bala’ como dicen popularmente. Pero ahora es peor la situación, pues los tenemos en el Congreso haciendo política y también en el monte echando bala.
Ante este panorama, Colombia continúa enfrentando una guerra no declarada, con nuevos y antiguos actores armados como las Disidencias de las Farc que se están expandiendo por muchas regiones del territorio nacional, mientras el acuerdo de paz se tambalea bajo el peso de sus propias promesas incumplidas.
La firma del acuerdo de paz fue recibida con entusiasmo y escepticismo por igual. Los defensores vieron en él una oportunidad histórica para reconstruir el tejido social y garantizar derechos y justicia para las víctimas.
Sin embargo, la implementación del acuerdo ha sido problemática desde el principio. Uno de los principales problemas ha sido la falta de seriedad, compromiso y continuidad tanto por parte del Estado Colombiano como por parte de los excombatientes y en su momento, del Estado Mayor de las FARC.
El gobierno de Iván Duque mostró una falta de voluntad política para cumplir plenamente con los términos del acuerdo, argumentando que muchas de sus disposiciones eran demasiado permisivas con los excombatientes y peligrosas para la seguridad nacional.
Una de las promesas clave del acuerdo era la reincorporación de los excombatientes de las FARC a la vida civil. Sin embargo, el proceso ha sido muy lento y mal gestionado. Muchos excombatientes se han encontrado con un apoyo gubernamental insuficiente, falta de oportunidades laborales, económicas y poca protección contra las amenazas de otros grupos armados.
Según informes, más de 200 excombatientes han sido asesinados desde la firma del acuerdo, lo que pone de manifiesto la incapacidad del Estado para garantizar su seguridad. Esta situación ha llevado a algunos a retomar las armas, uniéndose a las disidencias de las FARC u otros grupos armados ilegales.
Además, el vacío dejado por las FARC en muchas regiones del país no ha sido llenado por el Estado, sino por otros grupos armados y narcotraficantes. La lucha por el control de los territorios y las rutas del narcotráfico ha intensificado la violencia en muchas áreas, especialmente en las zonas rurales.
El Ejército de Liberación Nacional (ELN), las disidencias de las FARC, y otros grupos armados han aprovechado la falta de presencia estatal para expandir su influencia, sembrando el terror y la inseguridad entre las comunidades locales. La situación se agrava por las limitaciones de la fuerza pública que en estos momentos esta ‘maniatada’ por el mismo gobierno, además de la corrupción y la negligencia estatal para llegar con inversión y soluciones reales a los territorios.
El problema de la tierra, uno de los principales motores del conflicto armado, también sigue sin resolverse. El acuerdo de paz incluía un componente de reforma rural integral destinado a redistribuir la tierra y garantizar los derechos de los campesinos.
No obstante, la implementación de esta reforma ha sido lenta y obstaculizada por intereses políticos y económicos poderosos. La violencia contra líderes sociales y defensores de derechos humanos, muchos de los cuales abogan por la reforma agraria y la restitución de tierras, ha aumentado alarmantemente. Desde la firma del acuerdo, más de 500 líderes sociales han sido asesinados, lo que evidencia la continua vulnerabilidad de quienes luchan por la justicia y la equidad en el país.
La falta de verdadera justicia y reparación para las víctimas del conflicto es otro factor que socava la paz. Si bien se han hecho algunos avances, a través de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), muchos colombianos sienten que no se ha hecho lo suficiente para garantizar la verdad y la justicia.
La JEP ha sido objeto de críticas y controversias, y su labor se ha visto obstaculizada por la falta de apoyo político y financiero. Además, el proceso de justicia transicional ha sido percibido por algunos sectores como un mecanismo de impunidad para los responsables de graves violaciones de derechos humanos en especial por parte de los excomandantes de las FARC.
La falta de implementación efectiva del acuerdo de paz y la continua violencia han generado una profunda desilusión en la sociedad colombiana. La paz, que alguna vez parecía al alcance cundo se hizo el plebiscito y cuando se firmó el acuerdo, sencillamente, se ha convertido en un sueño fugaz.
Para que Colombia pueda alcanzar una paz duradera, es necesario un compromiso genuino y sostenido por parte del gobierno y la sociedad en su conjunto. Esto implica garantizar la seguridad y la reintegración de los excombatientes, abordar las causas estructurales del conflicto como la desigualdad y la injusticia, y fortalecer las instituciones democráticas y el Estado de derecho.
En síntesis, la paz en Colombia no puede ser solo la ausencia de guerra; debe ser la presencia de verdadera justicia, equidad y oportunidades para todos. Se debe aprender de lo ocurrido para que, al momento de firmar la paz con otros grupos armados como el ELN el cual está en trámite, se eviten errores que impidan implementar dichos acuerdos. Solo entonces, el sueño de la paz podrá nuevamente tomar relevancia y a hasta quizá, pueda convertirse en una realidad para muchos colombianos.
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*Profesional Agroforestal, escritor y político local.
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