Por: Andrés Julián Herrera Porras/ Transmilenio es la nueva plaza de Bogotá. No lo digo solo por la cantidad de compras y ventas de todo tipo de productos que se dan en los buses o en las estaciones, sino porque es, ante todo, un espacio de parloteo constante, un lugar donde el silencio es un lujo improbable. No hay esquinas solitarias, no hay rincones de calma. Todo es ruido, movimiento, roce, voces superpuestas, vendedores ambulantes, predicadores, músicos, discursos políticos improvisados, conversaciones ajenas que se filtran sin permiso en el oído del pasajero desprevenido. Es la plaza en su esencia: abierta, caótica, compartida por todos y por nadie a la vez.
Como toda plaza, es un lugar sin dueño. Todos pueden estar y, al mismo tiempo, nadie tiene un sitio fijo. La movilidad es la regla, y la permanencia, una excepción dictada por la frecuencia de las rutas, el tráfico, la urgencia o la resignación del pasajero. Aquí convergen todas las miradas, todas las edades, todos los estratos. En un mismo vagón puede ir la estudiante con audífonos repasando apuntes, el obrero con la piel curtida por el sol, la ejecutiva con su portátil abierto, la vendedora con una bolsa llena de dulces. Están los que miran la ciudad con hastío y los que la ven como una oportunidad. Están los que sueñan y los que sobreviven. En Transmilenio, la ciudad se observa en su versión más desnuda: sin filtros ni maquillajes, con sus bondades y sus miserias, con sus valores y sus fracturas.
Cada trayecto es una radiografía del comportamiento social. Aquí, en cuestión de minutos, pueden verse gestos de amabilidad que reconcilian con la humanidad: alguien que cede el puesto sin pensarlo dos veces, una mano que sujeta a un desconocido para evitar que caiga en un frenazo, un grupo de pasajeros que recoge las monedas de un vendedor ambulante que se le cayeron al suelo. Pero también está el lado contrario: el que se hace el dormido para no ceder el asiento, el que empuja sin disculparse, el que mete la mano en el bolsillo ajeno y desaparece entre la multitud. La plaza sobre ruedas es, al mismo tiempo, un escenario de solidaridad y de indiferencia. Curiosamente yo he estado en ambas partes en más de una ocasión.
Y en medio de todo, la ciudad. Bogotá se filtra por las ventanas del bus como un telón de fondo que cambia con cada estación. Se ven las fachadas de los barrios ricos y los laberintos de los sectores populares, las montañas que bordean la ciudad y los edificios que la aprietan. Se ven los murales de protesta, los grafitis efímeros que denuncian, los avisos publicitarios que prometen una vida mejor. La ciudad se refleja en los rostros de los pasajeros, en su impaciencia o en su resignación, en sus prisas o en su costumbre de esperar. Se filtra todo, los colores y también los olores de esa mole de ciudad.
Transmilenio es la plaza del encuentro y del desencuentro. Es el espejo de una ciudad que se mueve sin descanso, que a veces se mira y a veces se ignora, que convive entre el bullicio y la prisa, entre la cortesía y el atropello. Es la Bogotá de todos, la que se vive a empujones, la que no se detiene, la que se sobrevive todos los días.
Apuntaciones:
Sigo sumándome a las oraciones por el Papa Francisco, que el Dios de la vida haga su voluntad en él.
La presencia de Benedetti en el gobierno sigue generando mucho de qué hablar. Es realmente curioso observar a Petro empeñado en sostener dicho personaje dentro de la “Colombia humana” así le cueste el resto del gabinete.
Europa debe unirse y evitar que Trump siga con esas ínfulas de hacer lo que le da la gana.
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*Abogado. Lic. Filosofía y Letras. Estudiante de Teología. Profesor de la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Miembro activo del grupo de investigación Raimundo de Peñafort. Afiliado de la Sociedad Internacional Tomás de Aquino.
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